“Cuando Colón llegó a América, los indios lo recibieron con una feria”. La frase pertenece al director de una de las cooperativas que operan en La Salada y se ha convertido en slogan de la película Hacerme feriante, de Julián D’Angiolillo.
Es una proeza de investigación y edición que te sumerge sin una sola intervención narrativa en un paisaje desconocido. La incomodidad que crece durante el film (sonorizado con un rigor inusual, obligándote a oír cómo se produce el decorado en un jean bordado) es producto de una sónica certidumbre: todas, absolutamente todas las relaciones humanas, están regidas por la lógica del trabajo. Producir, convenir, negociar, convivir, falsificar, legalizar, proteger, vigilar. El equipo pudo filmar la intimidad de un mundo ilegal al margen del mundo real, porque esta ilegalidad tiene reglas tan claras como la legalidad, (en perfecta sintonía con la columna de Mairal de la semana pasada). Filmaron así, explicando a los feriantes que no pretendían denunciar nada, ni eran de Telenoche, sino que sus verdaderas intenciones eran muy otras. ¿Cuáles? Supongo que dotar de visibilidad a un mundo enterrado. Echar luz.
Un espectador extranjero preguntó por qué si Nike y Adidas sabían de este megatruchaje no hacían nada. Pero Nike y Nike Salada proveen dos mercados paralelos, que no se tocan para nada. Nadie que tuviera $ 100 para comprarse un pantalón Nike optaría por un Nike Trucho de $ 18. Ni viceversa. Y algo más: Nike no fabrica nada. Contrata talleres. Que subcontratan tallercitos. Que emplean tailandeses. Las condiciones laborales en esos talleres son final y drásticamente idénticas a las de estos feriantes.
El trabajo, como un gen, como un virus, clona su propia proteína. Hace su ley.