En estos días leí El nombre del juego es muerte, de Dan Marlowe, un apellido auspicioso para escribir novelas negras. Otro buen augurio es que el autor nació en Lowell, Massachusetts, el mismo lugar que Kerouac. La vida de Marlowe (1914-1986) fue muy curiosa y se cuenta en la solapa del libro, una narración aparte que le agrega brillo a este libro excelente. Publicada en 1962, el mismo año que A quemarropa, de Donald Westlake (Richard Stark), tiene también como protagonista a un atracador de bancos solitario y el relato se sitúa completamente al margen de la ley (de hecho, el villano es el representante de la ley). Pero el personaje de Marlowe es más visceral, más querible y menos efectista.
Aunque Marlowe le da al libro el sello particular de quien conoce ciertos ambientes (esencialmente el de los jugadores), la tradición del policial negro americano brilla íntegra detrás de El nombre del juego es muerte, incluyendo ecos del romanticismo de David Goodis o de la recalentada atmósfera de pueblo chico de Charles Williams. Es una novela breve, tensa, brutal, lírica, expresión tardía de un género que dio paso a un paradigma con más páginas, más psicología, más violencia y menos encanto.
Mientras la tradición hard boiled se apagaba hace medio siglo, con las novelas de los pioneros suecos Maj Sjöwall y Per Wahlöö nacía la del policial escandinavo, cuya calidad bajó en sus descendientes. A partir de dos nombres importantes como Henning Mankell (en la variante de alta gama) y de Stieg Larsson (orientado al best-seller prefabricado), proliferaron una serie de noruegos, suecos, fineses, islandeses de ambos sexos que escriben novelas de seiscientas páginas con niños abusados, asesinatos truculentos y una particular atención hacia las almas desoladas de los personajes y la frialdad social de los países nórdicos. El ejemplo más reciente es la danesa Sissel-Jo Gazan, invitada al reciente Filba, cuya primera novela se llama Las alas del dinosaurio y le agrega a los vicios de sus colegas una estructura narrativa de miniserie, una controversia científica y una inanidad literaria absoluta. El libro de Gazan parece una obra de autoayuda en la que todos (salvo los asesinos, aunque ellos también fueron niños maltratados) se reconcilian y piden perdón por sus pecados.
Así como el policial sueco se metió en el mercado global, no es imposible que mañana haya una tradición argentina, un poco a la manera en que el malbec se empezó a vender en las vinotecas del mundo. A una cantidad de escritores que practican el género, se agregan festivales y notas periodísticas que sugieren un boom a mediano plazo. Para prepararme para tal eventualidad, leí La tensión del umbral, de la cordobesa Eugenia Almeida. Almeida, como muchos escritores y cineastas contemporáneos, hace que el Mal se origine en la dictadura y llegue al presente vía los hijos de desaparecidos. Pero rodea ese lugar común de la política actual con tres elementos propios e interesantes: una prosa modernista apoyada en la mezcla permanente de voces, la aparición entre esas voces de las de los verdugos (notorias ausencias en la ficción y la no ficción nacionales) y una mirada sobre las tinieblas de la sociedad que coloca la obediencia en el centro de la degradación. Tiene algo esa novela.