En los suplementos culturales es muy común encontrar la frase “la última novela de…”. Puestos a ser escrupulosos, habría que decir “la novela más reciente”: es prematuro como para saber si realmente será la última. Pero ese equívoco semanal tiene también consecuencias interesantes. Nada me es más afín que la idea de pensar que una novela (escrita por mí o por otro) puede llegar a ser la última. No por un sentimiento de muerte cercana (que además no resolvería el problema: de los escritores muertos casi siempre se termina publicando algún texto póstumo) sino por experimentar la sensación de que la literatura es una actividad de paso, siempre a punto de ser abandonada, de ser reemplazada por algún otro pasatiempo. Me gusta pensar que una novela puede ser la definitiva, la terminal, la última. Lo que equivale a decir la primera. Toda primera novela vale como última y viceversa; en ese par simétrico reside buena parte del encanto de la literatura: su carácter juvenil, inacabado, informe. Apuesto siempre por el principio y por el final del camino, hasta llegar al punto en que ya no hay camino. Como decía José Bergamín, el camino se hace huyendo del camino.
Ultimamente leí tres primeras novelas recientes. Extraordinarias las tres, como corresponde. La primera es Opendoor, de Iosi Havilio, publicada por la editorial Entropía. Ambientada en el borde, en una especie de tierra de nadie, en el instante en que la ciudad deja de ser cuidad pero que el campo no es todavía campo, un poco como esa idea de Gramsci sobre lo viejo que no terminó de morir y lo nuevo que no terminó de nacer, la prosa de Havilio expresa esa ambivalencia: la errancia de los personajes no da cuenta de ningún malestar metafísico, sino que esos desplazamientos funcionan como encarnaduras, como marcas en un texto que hace de la atmósfera abstracta su sentido principal. Es magistral cómo Havilio conduce los tiempos y los tonos de una operación tan compleja. Excepto en el último capítulo, donde el autor decide cambiar: un desenlace entre kitsch y alegórico, que rompe innecesariamente con la tensión perturbadora de las 185 páginas precedentes. Pero más allá de ese detalle, es muy difícil no leer Opendoor como una de las mejores novelas de nuestro tiempo.
A diferencia de Entropía, no es habitual que las editoriales grandes publiquen primeras novelas. Mondadori acaba de hacer una excepción con El tridente, de Diego Sasturain, y se entienden las razones: es una gran novela. Partiendo de un primer capítulo introspectivo hasta desembocar en una trama de peripecias levemente absurdas, la narración pone en cuestión la distancia entre el adentro y el afuera de la conciencia, entre la percepción y la acción, entre lo real y su representación. De manera velada, El tridente puede leerse como una ironía sobre el auge de las ciencias cognitivas y la filosofía de la mente, y de manera más explícita, como una novela auténticamente filosófica. Porque lo que vuelve filosófica a El tridente es el uso radical de la sintaxis, de la vacilación de la sintaxis: el idioma como una interrogación a tientas sobre las posibilidades de aprehender lo real.
Finalmente, El carácter Sea Monkey, de Daniel Riera, editada por Eloísa Cartonera. Un asalto a mano armada dispara una narración donde el miedo está siempre presente y donde la prosa se juega en un talentoso ejercicio a alta velocidad. En un momento el texto dice: “Medio de casualidad, descubrí hoy…”. Poco importa lo que haya descubierto. La clave está en “medio de casualidad”. El carácter Sea Monkey explora a fondo las potencialidades del azar, la asociación libre y la digresión, pero sin perder nunca el control del texto. La digresión sólo es interesante –como en este caso– cuando es un plan pensado, una decisión intelectual, una estrategia calculada, y no un laissez-faire que no apunta a nada.
Terminados estos tres libros, me dispongo a leer a otro escritor nuevo: Onetti.