“Este es el triunfo, madre, de los perdidos, vueltos tierra del llano, agua del río, remolino de polvo, flor de espartillo, éste es el triunfo, madre, de los vencidos”
De “Triunfo de los vencidos” (Benavides-Larbanois, 1975), cantado por Alfredo Zitarrosa
Antonio Bussi ya había sido electo gobernador cuando llegué a Tucumán para dirigir el Grupo 8 de Prensa. Allí viví tres años hasta que volví, enamorado del proyecto del diario Perfil, en 1998. Tucumán es el lugar más loco del mundo y a mí, lo confieso, me encantaba arruinarle la paz dominical al ex gobernador de facto. Tardía revancha de mis tiempos de soldadito de la patria, cuando sus ojos celestes, pura furia y balas de hielo, me daban pavor. Cuando finalmente me senté frente a él y noté su enojo cansado, sentí una incómoda desilusión. La gente así no debería envejecer. Maldita piedad.
El domingo 6 de junio de 1999 volví a Tucumán. El pequeño Bussi, como llamábamos a su hijo Ricardo en El Periódico, intentaba suceder a su padre y yo quería apoyar, aunque sea con la presencia, al peronista Julio Miranda o al radical Campero, sus rivales. A las seis de la tarde, ansioso, me fui del hotel y caminé hacia el centro. Un grupo se apretujaba frente al televisor de un bar. “¿Quién gana?”, pregunté. “Independiente, ¡pero el campeón es Boquita, papá!”. Levanté la vista: primer plano de Carlos Bianchi. “¿Y las elecciones?”, deslicé con candor. Uno me chistó.
Al atardecer había fiesta en el búnker de Fuerza Republicana, el partido de los Bussi, y clima de velorio en la sede del peronismo. Olijela Rivas, La Mamila, referente histórico del PJ, se quejaba de la campaña y de Miranda. En media hora no quedó nadie. La tendencia era clara: ganaba Ricardito. Taxi a la Plaza Independencia. Lleno total. “¡Uy, cuánta gente metieron!”, pensé. Cuando vi las banderas me quedé perplejo. En lugar de ser blancas y azules, los colores de la FR, eran azules y amarillas. “¡Daaale Boooo…!”, gritaban.
En la Casa de Gobierno, Ricardito recibía a la prensa ya como gobernador electo. “Bussi ganó en Tucumán y pelean por el segundo lugar la Alianza y el PJ”, tituló Clarín el lunes 7. El pequeño Bussi quería su foto en el balcón con los brazos en alto, pero eligió la prudencia. Abajo, en la escalinata, una banda de audaces vaciadores de tetrabriks quemaba sus afiches de campaña y vivaba a Riquelme.
En la madrugaba llegaría la avalancha de votos del interior, históricamente peronista. De apuro buscaron a Miranda y lo rescataron de la cama, donde buscó consuelo. “¡Soy el nuevo gobernador!”, declaró, como en un ensueño. “Me dormí gobernador y me desperté empatado”, rumiaba Little Richard, nacido en Kansas City. Pesados de los dos bandos chocaron frente a la explanada. En el medio, el móvil de Crónica TV.
Gritos, insultos, palos en alto. Cuando la luz roja de la cámara se prendía, hacían contacto. Amago de trompadas, empujones, corridas, alguna naranja que volaba. Cuando cortaban el vivo, se replegaban para arreglarse la ropa, beber algo, pedir un chori o recibir instrucciones. Luz roja: acción. Y así se fue aquella tarde. Miranda asumió el 30 de octubre.
Festejar antes de tiempo en un país de monedas al aire como el nuestro nunca fue lo más recomendable. Porque aquí, compatriotas, todo es posible; hasta lo bueno.
Los hinchas de Boca tenían preparada una batería de memes y bromas para celebrar la probable eliminación de la Libertadores de un River que volvió de Cochabamba con tres pepas en la canasta. No pudo ser. Los de Gallardo necesitaban cuatro para pasar a la semifinal pero sumaron ocho, con baile incluido. Scocco, tan fino como intermitente, más jugador que 9 de área como el infiel Alario, se despachó con cinco. Enzo Pérez metió dos, uno al mejor estilo Patoruzú: la llevó atada casi ochenta metros en un pique demoledor. Golazo.
El Monumental en nada se pareció al gélido estadio que provocó la huida de la Selección hacia una Bombonera aclimatada por el aliento rentado de La 12. Hubo, esta vez, una armonía perfecta entre planteo, ejecución y contagio masivo. Todo muy natural. Al menos lo fue para Gallardo, cada día más maduro, más sereno a la hora de la victoria.
San Lorenzo pasó de la ilusión y los carteles de “Perdón Aguirre”, a la desdicha y el “Chau Aguirre”. Su equipo llegó atado con alambre pero lo dejó todo, como siempre. No alcanzó. El Lanús de Almirón, que cuando quiere juega muy bien, le igualó la serie y la definió por penales, liderados por Sand y Acosta. Es curioso cómo uno y otro, de rendimientos opacos en otros destinos, vuelven a su mejor versión allí, en su lugar en el mundo. “¡Nos daban por muertos pero acá estamos…!”, se desahogó Andrada, arquero y héroe ocasional. Un fenómeno que se repite en estas pampas de crisis y reyes tuertos.
El partido terminó muy tarde, pero igual los jugadores de Lanús salieron en la tapa de los diarios; no como CFK, condenada al festejo fuera de cámara por Cambiemos, que de tanto cambiar también cambió el final de esa película.
“En-un-bosque de-la-China, la-chinita-se-perdió, como-yo-andaba-perdido nos-encontramos-los-dos…”, dice la canción infantil, y también Carlitos Tevez, que viajó en busca de cuarenta palos verdes al año y ahora recibe muchos más, de todos los colores, fuera de contrato.
“Está gordo”, sentenció Wu Jingui, técnico del Shanghai Shenhua, antes de mandarlo al banco. “Invertimos para traer a una estrella pero Tevez no cumplió las expectativas”, lo lapidó el presidente Wu Xiaohui. “El fútbol chino no tiene nivel, dentro de cincuenta años quizá mejoren, pero hoy están a años luz; técnicamente son muy malos y a veces pegan de lo brutos que son”, devolvió gentilezas Tevez, que jugó 13 partidos y marcó apenas tres goles. Difícil será dar vuelta esa historia.
Los chinos, desilusionados, no lo quieren más porque incumplió lo que había prometido. Qué curioso, ¿no? A veces pasan esas cosas.