“¡Unta, afila, que la cuchilla se deslice, salpique fuego y sangre! El trabajo nunca falta, donde reina Turandot”
De “Turandot” (1926), ópera póstuma de Giacomo Puccini (1854-1924). Acto I; el verdugo y sus ayudantes cantan antes de decapitar a otro pretendiente.
La pisadita, ese monumento a la línea recta que se usaba en los partidos de potrero –campito, diría el manual light de época–, sin líneas y con arcos armados con piedras, era un sistema de voto cantado brutal. El nombre del elegido era enunciado con énfasis, acompañado de una actitud corporal muy marcada: el dedo índice señalándolo, sonrisas de satisfacción: una coalición entre poderosos. Los que quedábamos en el montón, tristes como un blues, sentíamos en carne propia el implacable darwinismo futbolero. No éramos Maradona, claro.
Lo que hoy se elige es muy diferente: no hay pisadita que sirva. Porque nadie está muy seguro de quién es quién, entre tanta foto con sonrisa y tanto mal poema recitado. Viejos zapallos convertidos en carrozas de luxe; gente que jugó en Primera, pero se anota igual; coros de mudos con un (1) solista que repite de memoria el estribillo del hit que le escribieron; unos que se fueron y ahora se arriman aquí o allá, a ver qué onda, y los nuevos dueños de la pelota que deben jugar sí o sí o se la llevan a su casa que queda lejos, afuera.
En la lógica del potrero no existe el 2 + 2 = 4. El que llega con una de esas camisetas sin publicidad, pantalones desteñidos, medias finitas y zapatillas bigotudas, puede dejarla así de chiquitita; y uno que luce el mejor equipo y botines con tapones, ni la toca. Pero eso es el pasado y nadie construye futuro mirando el pasado. Eso nos dicen todo el tiempo aunque nadie sabe bien hacia dónde mirar, porque el futuro, la vida, se construye a partir de lo que cada uno es y ha hecho antes, y el presente es tan fugaz que no existe. ¡Santo Sartre!
Hoy, lo que se lleva es tener la mejor imagen, con movimientos diseñados por focus group, para que en la pisadita la elección no sea por bueno sino por prometedor: el cielo, lo menos. Mientras se gana es así, y si se pierde la culpa será de otro.
La campaña fue tan aburrida como la Súper Liga, torneo con nombre pomposo y tarifa nueva con final anunciado desde el mismísimo arranque. A Boca le sobra: gana por oficio; por simpatía, como vibraban las cuerdas más graves de la guitarra de Yepes.
River mantiene la cancillería activa, noquea en el tú a tú y continúa vivo en las copas; Racing sigue siendo el Isidoro que despilfarra la fortuna amasada por el tío Cañones Blanco, Independiente está en economía de guerra y en guerra con la barra, y San Lorenzo hace apnea. Lanús es una amenaza porque cuando quiere juega muy bien. El resto acompaña como un coro de bronces que suena y calla. Lo más entretenido llegará cuando se pelee por los cuatro descensos. La supervivencia es lo nuestro.
De la Selección, hoy en modo avión, ya hablamos demasiado y el torneo será la venta del superclásico, y ya. La semana pasada fue trágica en un país trágico que, como remedio a sus crisis, decidió comprar todos los libros de autoayuda del mercado. Algo como para morirse de tristeza, de melancolía, o de furia.
Lisita Carry On, fiel a su estilo, hace que todo el mundo hable de ella. Su entrega jugando de local no puede discutirse. Su amor por la camiseta tampoco, incluida la que use sobre la propia, circunstancialmente. Una fuoriclasse que puede definirlo todo en una jugada, aun yendo dos cero, que como todos saben es el peor resultado. Amague, cintura y gambeta para dejar atrás a Pine Tree & the Atomized Socialists. Tradición, spa y bronceado para volver a su estilo clásico de inferiores: sombrero y taquitos, cuidado el CEO en propia meta.
Por alguna razón, Walt Disney nunca utilizó la relación madre-hijo en sus dibujitos: sus personajes tenían sobrinitos o tíos, y es lo que más recuerdo de Cómo leer al Pato Donald (1972), el crítico ensayo de Ariel Dorfman. Después de su muerte, el 15 de diciembre de 1966, nació el mito: su cuerpo se mantenía congelado a bajísimas temperaturas para ser revivido cuando se hallara una cura para el cáncer de pulmón. Wow.
La gente podía creer cualquier pavada en un mundo que aceptaba a Lee Oswald, con su rife de balas que doblaban a 90 grados, como el único asesino de Kennedy. Y más aquí, donde fue muy celebrada la visita de unos chantas llamados The American Bee-tles, porque pensaban que eran John, Paul, George & Ringo.
La fantasía de un Disney frizado sobrevivió una década, o dos. También llegaron a decir que los nombres que don Walt había elegido en 1937 para los siete enanitos de Blanca Nieves representaban las siete fases de la adicción a la cocaína: Doc el sabio, Gruñón, Estornudo, Tímido, Dormilón, Bonachón y Tontín. Ay.
Había que ser muy bobo para creer eso, compatriotas. Pero ahí quedó el mito, anidado en el inconsciente colectivo, listo para colarse en el discurso de la gente menos cuidadosa con lo que piensa o dice. No sólo se trata de una burrada, o una falta de respeto en medio de una tragedia. También es un síntoma.
Mi ópera preferida de Puccini es Turandot, la historia de una princesa china atormentada por su historia que sometía a sus prometidos a resolver tres acertijos. Si fallaban, ¡zas!, ordenaba que les corten la cabeza. Hasta que un día llegó Calaf, el príncipe tártaro, y acertó cada respuesta.
Turandot, ultrabilardista, no toleró perder y él, un santo, le dio otra chance. Si averiguaba su nombre, al alba finalmente moriría. Ella aceptó, no sin antes amenazar con la pena de muerte a quién supiera y no revelara su identidad. “¡Qué nadie duerma!”, fue la orden en Beijing. No revelaré el final, aunque la mayoría lo sepa, o lo imagine.
Por desgracia no todos tienen la suerte de elegir su muerte. Mucho menos los que caen en ríos helados, sólo por pedir por alguien, o por algo.