Pocas palabras retratan de manera más clara el nivel de destrucción de la Universidad argentina que el escueto parte de “batalla” conocido el 7 de agosto y emanado de un modesto y pulcro funcionario administrativo. El jefe del departamento de servicios generales del Colegio Nacional de Buenos Aires se tomó el trabajo de detallar los destrozos provocados en la “asamblea universitaria” del lunes 6 de agosto en el imponente aula magna del Colegio, en Bolívar 263.
Los partidarios de “que la clase obrera entre en la Universidad” punzaron, cortaron y/o rompieron 23 respaldos de las augustas butacas, destrozaron el tapizado de cuero de 12 apoyabrazos y se llevaron a sus casas otros tres. Al grito de “¡Somos la FUBA piquetera!”, rompieron las estructuras de 18 asientos y los respaldos de otros cuatro. Mientras coreaban consignas contra la supuesta privatización de la UBA y acusaban al Gobierno de asfixiar presupuestariamente a la principal Universidad argentina, quemaron con colillas de cigarrillos la alfombra que cubre el frente del estrado de esa aula magna, además de agujerear con cigarrillos encendidos el respaldo del sillón principal del estrado.
Las fotos que distribuyó el propio Colegio, que ocupa un solar central en la Manzana de las Luces y cuya edificación comenzó en 1908 para concluir en 1923, son devastadoras y provocan mucho dolor.
La vieja Federación Universitaria de Buenos Aires (FUBA) es hoy sólo un sello muerto. Se trata de una mera componenda que les permite a sus ocupantes usar una sigla en la que ni ellos mismos creen. Por sus propios carteles es sencillo identificarlos: PO, MST, MST y CEPA son agrupamientos de militantes políticos de ideas trotskistas y maoístas. Hablan un lenguaje no sólo vetusto, sino desesperadamente mediocre y violento.
Uno de los punteros de esta FUBA del siglo XXI, un Juan Pablo Rodríguez a quien se describe como funcionario del Partido Obrero, proclamó a voz en cuello, encaramado al estrado de la patética “asamblea”, que: “O se tratan todos los temas, o el movimiento estudiantil y docente se los va a llevar puestos a todos”.
Peor, todavía, es lo que sucede dentro del ámbito universitario en el que se encuadran aquellos que llegaron a la conducción de la UBA luego de meses de parálisis. Ese bloqueo fue impuesto por las mismas bandas incendiarias que ahora bloquean una reforma del Estatuto Universitario al que usaron como pretexto para la anarquía de 2006. Hay incluso un grupo de decanos ultrakirchneristas, donde se incluye algún admirador del Irán de los ayatolás, “comprende” las razones de los revoltosos, aunque dice discrepar de los métodos.
Tras el cierre del oscuro ciclo de Guillermo Jaim Etcheverry, el rectorado de la UBA quedó jaqueado ante el asalto resuelto y beligerante de los grupos militantes organizados. A escala general, en la UBA prevalece hoy una honda, sorda y persistente atonía política. Para las elecciones de los centros estudiantiles vota no más del 20 por ciento de los alumnos y el fraccionamiento de los cenáculos que se disputan el control es colosal. En las facultades más tradicionalmente politizadas se cuentan hasta 10 y hasta 12 agrupaciones, que se referencian en las personalidades más dispares: Trotsky, Mao, Castro, Marx, Chávez, Puiggrós, Walsh, Guevara, Cooke, Evita, Cullen, Pampillón.
Culminado el ciclo de Jaim Etcheverry, la UBA ya no pudo recuperar una mínima normalidad operativa. Rubén Hallú llegó al máximo cargo tras la exitosa ofensiva de los activistas por dinamitar la candidatura del decano de Derecho, Atilio Alterini, operación entusiastamente motorizada o, por lo menos, avalada por el Gobierno, como lo revelaron explícitamente en varias oportunidades y con argumentos endebles, los ministros Aníbal Fernández y Daniel Filmus.
Las ruidosas y contundentes minorías operativas tuvieron resultados asombrosamente redituables para ellos. Aun cuando similares zafarranchos se han perpetrado en las universidades nacionales de La Plata y Rosario, en ninguna como en la de Buenos Aires ha sido tan notable su capacidad de jaquear, desde la vociferación musculosa de 200/300 agitadores, lo que supo ser una “casa de estudios” a la que pertenecen unos 300.000 seres humanos.
Intimidada, descorazonada, pasiva, ajena, ignorante, la sociedad civil ha dejado hacer. Mientras esa omisión se extiende en el tiempo, la crema de los grupos militantes va acentuando su agreste y rústico proceder. Hablan, gritan y escriben como febriles “agit-prop” callejeros y descreen de que haya algo que preservar y proteger en las instalaciones universitarias, a las que no respetan ni cuidan.
Basta pasearse por una facultad de la UBA para registrar cuánto y cómo cuidan estos grupos termocéfalos esos bienes que, por ser públicos, son del pueblo.
No son, empero, ingenuos adolescentes un poco tarambanas. Antes bien, la nomenklatura que mantiene secuestrada a la Universidad pública argentina es una oligarquía rapaz que rasguña hasta ver sangre con tal de quedarse con negocios, cargos y patéticas prebendas.
Su actividad cuenta con el implícito y vergonzoso respaldo de grupos de profesores alineados con la corrección política nacional y popular, desde la cual emana la ideología de “no judicializar” las consecuencias de esa revuelta permanente que los adultos no consiguen encausar y superar.
Los resultados se ven en la sombría crónica de una universidad desvencijada y anómica, a la que se puede paralizar con escuadras de patovicas que rompen mobiliario y agreden personas, ya que a la revolución socialista nunca pudieron concretarla.
Esa universidad que aprendimos a amar y respetar los tipos de mi edad, ya no existe más.
Hay responsables de que así haya sido.
¿Es inevitable que el crimen quede impune?