Se fue del todo la Coca Sarli; ya se había ido antes, pero como volvió un par de veces, se nos antojaba eterna, igual que Buenos Aires para Borges.
Como soy muchacho de otro tiempo, nunca pude estar en época para pensar que sus películas eran eróticas, al menos no en su sentido restrictivo: son, como ella misma, objetos de culto inclasificables. Las categorías del arte no las tocan; son una gran fortuna. Objetos únicos, en el vértice de algo inexplicable y maravilloso: la justificación erótica no fue más que la excusa para abrir la puerta a algo enorme, a una bocanada de sentido impronunciable, censurado.
Sus retruécanos y mohines son patrimonio de los argentinos, tanto o más que los poemas de Girondo o las piruetas de Piluso. No hay rodaje en el que los actores no nos encontremos a veces en una zona extraña que sería incómoda si no fuera porque siempre hay una frase de la Sarli que libera el síntoma y la transforma en risible: “Chupe, Jorge, que es trabajo”, cada vez que actores y actrices nos vemos en escenas íntimas entre extraños, “Qué tiempo loco”, cuando dos tomas no pegan porque las nubes se movieron o porque se filmó un mes después, sin olvidar el “Ay, pero ¿cuántos son?”, frase mágica de uso general que sirve para mil circunstancias, como el Avemaría.
La Coca, que supo irse en tren desde Buenos Aires a París, que fue engañada y revolcada, a la vez que deseada y estudiada, que desbarató la pacatería vernácula y se convirtió en mito y en ícono y en cosa, revela un secreto callado a voces: que el cine es algo sobrenatural, bizarro y trascendente. Nos hará falta.