La llamada telefónica más famosa de la historia de la literatura fue la que Iósip Stalin le hizo a Mijaíl Bulgákov en algún momento de 1930. Como se puede leer en los tres tomos que Vasili Shentalinski les dedicó a los “archivos literarios” de la KGB, la maquinaria de espionaje y delación de los escritores soviéticos era enorme y la vigilancia podía concluir en destierro, encarcelamiento o ejecución. Pero, en general, los escritores la pasaban bastante bien en la URSS: eran parte de los sectores privilegiados por el régimen y, a cambio, aceptaban la censura y practicaban la complicidad de los artistas subsidiados.
Pero Bulgákov era un caso especial: no delató a nadie y escribió siempre desde una perspectiva contraria a la de los comunistas. No le interesaban los campesinos ni los proletarios y despreciaba el régimen tanto como a sus colegas, esa banda de arribistas, cobardes y envidiosos. Cada vez que un agente de la censura examinaba un texto suyo lo calificaba de contrarrevolucionario. Sin embargo, cuando en 1926 se estrenó Los días de Turbín (pieza basada en su primera novela, La guardia blanca), Stalin le levantó el pulgar. Le gustó tanto que la vio más de veinte veces. A diferencia de Lenin, que era un ignorante en materia artística, Stalin era un consumidor informado de cine y de teatro. Así fue como se transformó en el protector de Bulgákov. Un protector perverso, que rara vez permitió que sus obras se representaran y sus libros se imprimieran. En ese contexto, llega una carta del escritor pidiéndole que lo autorice a exiliarse y Stalin lo llama por teléfono. Muerto de miedo al escuchar la voz del amo, Bulgákov se arrepiente de su intención de emigrar. Stalin le asigna entonces un puesto fijo en el teatro, donde seguirá hasta morir (de muerte natural) en 1940 sin haber podido publicar, ni estrenar, ni viajar. Pero escribiendo en secreto El maestro y Margarita, una de las grandes novelas del siglo XX.
En 1936, Bulgákov había escrito otro libro notable, que tampoco pudo publicar: Vida del señor de Molière. Es una biografía novelada cuyo eje es la relación entre Molière y Luis XIV. Bulgákov lo dice textualmente: “Los dos hombres tras cuyas huellas marcho yo, el rey de Francia y el director del Palais Royal...”. Luis sí protegió a su comediante contra las habladurías de los nobles, de la Iglesia y de sus colegas. Hasta le gustaba actuar y bailar en sus obras cuando se representaban en el palacio. Es como si Bulgákov, que nunca censura al monarca, hubiese imaginado un Stalin bondadoso que lo defendiera de su época. Bulgákov no aclara los misterios de Molière ni los suyos: el lector no sabe qué piensan ambos ni por qué se empeñaba Molière en triunfar como autor trágico cuando lo aplaudían por sus farsas. Bulgákov, que se sabía vigilado y en peligro, parece haber escrito su Molière para que los censores creyeran que Stalin lo protegía de verdad y lo dejaran escribir su obra maestra, en la que el diablo llega a Moscú a vengarse de los mediocres. Hoy un escritor no suele necesitar de un protector en las altas esferas. Y, sin embargo, hay algo extrañamente familiar cuando uno lee a Bulgákov defender a Molière contra los cretinos que intentaban censurarlo, no en nombre de la ideología sino del consenso, de la odiosa fraternidad de los pares.