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La última colección

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A veces me despierto moderadamente optimista, y otras veces decididamente apocalíptico. Hoy se me dio por pensar en las actividades que van a desaparecer o que van a cambiar radicalmente por culpa del coronavirus. Por ejemplo, los cines: ¿cuándo reabrirán, si es que lo hacen? Y si lo hacen, ¿serán rentables? Ni hablar de los bares y los restaurantes: ¿a cuántos liquidará la pandemia? Más preocupante aun, ¿entraremos en la era del sexo con barbijo?

Estaba en eso cuando me crucé con un libro de Amanda Petrusich que se llama Do Not Sell at Any Price: The Wild, Obsessive Hunt for the World’s Rarest 78rpm Records. Amanda Petrusich es una exitosa neoyorquina. Autora de varios libros, escribió para el Times y para Pitchfork (un sitio top en materia de crítica musical) y ahora es redactora del New Yorker y profesora universitaria. Ejerce en la Gallatin School of Individualized Studies, una facultad de la NYU en la que cada alumno propone su propio programa interdisciplinario. Hace poco la señalaron como “una de las cien personas más influyentes en la cultura de Brooklyn”. A los 40 años, Petrusich (una rubia atractiva y con cara de inteligente) es el modelo perfecto de una intelectual hipster. Me pregunto cómo saldrá de la pandemia. Quiero decir: ¿habrá demanda de pensadores hipsters? Puede que no, pero más bien pienso que ocurrirá lo contrario, es decir, que solo podrán vivir de su trabajo los intelectuales superhipsters, porque con un desempleo importante, la lucha por la vida será más dura, aun para los periodistas de lujo. Creo que Amanda califica para el decil superior y no va a tener problemas.

Pero vuelvo al libro, del que apenas leí el principio con mucho placer. Como sugiere el título, se ocupa de los que coleccionan los viejos discos de pasta de 78 rpm, un grupo humano reducidísimo, sofisticado y heroico (el más famoso de los cuales es el dibujante de historietas Robert Crumb), aunque a algunos solo los mueva la eventual venta o la mera obsesión por anticiparse a sus colegas. Los 78 son objetos frágiles y en desuso, lo que los convierte progresivamente en ítems inhallables: ya es difícil encontrar un aparato que los toque. En ese primer capítulo, Petrusich narra el encuentro con un especialista en la música popular americana (blues, country, folk, etcétera) de las primeras décadas del siglo XX. El lector aprende que, para los coleccionistas de 78, la vuelta de la música analógica a través del vinilo es un asunto menor. Lo verdadero, puro, auténtico está en el 78, en muchos casos, la única fuente de las reediciones en otros formatos. Su amigo le revela a Amanda algo más importante: que el descubrimiento de esos discos (de los que a veces solo queda una copia) permite el acceso a obras maestras que se perderían de otro modo. Y Amanda descubre que escuchar, por ejemplo, un disco en 78 del guitarrista blusero Mississippi John Hurt, aun con el ruido de fondo y la precariedad de la grabación, resulta una experiencia sublime.

Me pregunto qué será de estos coleccionistas en el futuro y de los que se ocupan de asuntos a los que la epidemia volverá todavía más exóticos. Y me doy cuenta de algo interesante: tal vez sean las actividades masivas y banales las que pierdan valor y dejemos de interesarnos en ellas para dedicarnos a los más raros alimentos del espíritu.