Si algún argumento faltaba contra la literatura del yo es la proliferación de diarios de la pandemia a cargo de escritores conocidos: ya bastante tengo con mi vida monótona como para compartir la de otros, aunque esté escrita, a veces, con ingenio o con elegancia. Para soportar un diario del coronavirus, debería ser el de alguien que ni siquiera menciona el tema y comenta en cambio sus reflexiones sobre el ser y el ente o sus lecturas de novelas policiales. La otra alternativa para hacer soportable un diario del virus sería –y acá pueden usar todo el yo que quieran– el de alguien que cuente como viola sistemáticamente las medidas dispuestas por el gobierno, por cualquier gobierno. Sería el diario del primer pirata sanitario. Aunque fuera estrictamente verídico, sonaría como una obra de ficción. ¿Pero quién quiere realidad en estas condiciones?
Si alguna prueba faltaba de que el virus y la cuarentena llevan a hacer el ridículo, tenemos a Bob Dylan. El 27 de marzo, el premio Nobel saludó a sus fans, les pidió que se cuiden y les endilgó Murder Most Foul (algo así como El crimen más sucio), el tema más largo de su carrera (17 minutos) y probablemente el peor, una monserga que tiene como centro el asesinato de Kennedy. Dylan dice, si no entendí mal, que ese día se jodió el mundo y que mientras su generación creía que estaba entrando en la era de Acuario, en realidad lo hacía en la del Anticristo. Tal vez sea cierto, quién puede saberlo.
A pesar del desconcierto que me produjo el horrendo tema de Dylan, desde que lo escuché, volví a sus discos y a leer sobre él. Es un tipo tan contradictorio que desconcierta a todos sus biógrafos, quienes una y otra vez llegan a la misma conclusión: ni él mismo sabe quién es. Allen Ginsberg, que lo frecuentó y lo quería, lo resumió en esta bella frase: “A Dylan no lo conozco porque no pienso que exista ningún Dylan. No creo que tenga un yo.” Y lo dijo antes de 1978, cuando Dylan tuvo el brote cristiano y empezó a predicar la Palabra en los conciertos (época de la que sin duda hay ecos en Murder most foul) y terminó de abrumar a los biógrafos. Agrego, sin embargo, que gracias a uno de ellos, Clinton Heylin, comencé en estos días a apreciar el rock and roll que hacía en vivo durante ese período.
Heylin, un inglés nacido en 1960, fue un descubrimiento interesante de la cuarentena. Escribió varios libros sobre Dylan, así como sobre otros músicos. Es una mezcla poco frecuente entre la obsesión por el detalle histórico y el buen gusto musical. En su extensa bibliografía (es uno de esos tipos sobre los que uno se pregunta cómo hacen, si además tienen que escuchar todos esos discos) figura un libro esencial, Bootleg: The Secret History of the Other Recording Industry (1996). No solo es una defensa de los bootlegs (grabaciones clandestinas de conciertos o pistas recuperadas de los estudios, que no deben con las meras copias del material editado por las discográficas). Lo interesante de Heylin, en particular en el caso de Dylan, es que introduce al lector en un catálogo pirata frondoso y fascinante, que cubre las enormes lagunas dejadas por la pereza y la falta de criterio de Columbia y la desconcertante manía del propio Dylan de dejar fuera de los discos muchos de sus mejores temas. A piratear, que chocan los planetas.