Hace unos meses leí Una vida en las carreras, el extraordinario libro en el que el australiano Gerald Murnane se ocupa de su afición al turf. Aunque me pareció que estaba ante un gran talento literario, el tipo se pintaba a sí mismo como un burrero tan fanático que no lo imaginé haciendo otra cosa en su vida que ir al hipódromo. Pero unos meses después, gracias a mi amigo Dasbald, descubrí en inglés una de sus originales y deslumbrantes novelas y así me enteré de que Murnane tenía una obra considerable. Durante unos días sentí que estaba en posesión de un secreto, pero resulta que Murnane ya es casi famoso. Hace ya un tiempo que el ubicuo Coetzee habló bien de él y el New York Times lo definió como el más importante de todos los escritores desconocidos. No sería raro que Murnane, aunque ya tiene 80 años, gane el Nobel: es demasiado bueno como para exigirle corrección política.
Volví a pensar en él gracias a mi mujer y al Duolingo. Es que Flavia se hizo adicta a este extraordinario sistema para aprender idiomas jugando con el celular (para algo útil tenía que servir ese aparato). Aunque es de buen tono reírse del Duolingo (y del celular), ahí la tengo a Flavia preparándose para leer a Machado de Assis en portugués, una lengua para la cual ambos suponíamos que estaba genéticamente negada. Y ahora empezó con el italiano con tal fervor que me contagió. Así fue como me uní a los más de 300 millones de usuarios del Duolingo y me la paso compitiendo por sumar puntos y ascender de categoría, además de ganar lingotes y coronas, obtener títulos de nobleza intelectual y adquirir trajes virtuales con mi fortuna imaginaria. Es fantástico el Duolingo. Mientras me divierto, tengo la excusa de que mi objetivo final es elevado: poder leer en italiano a Alberto Savinio o a Giorgio Manganelli, entre tantos autores de una gran literatura a la que se le suele dar la espalda. Y aquí reaparece Murnane, cuya leyenda incluye el haber aprendido casi de viejo el húngaro para leer a Gyula Illyés. No es el primer caso: Pushkin y Freud, por ejemplo, aprendieron castellano para leer a Cervantes. Ni ellos ni Murnane usaron el Duolingo, aunque este se valió en principio de casetes grabados. El carácter exótico del húngaro (aunque Murnane afirma que no es más difícil que las otras cinco lenguas que habla) y el hecho de que mi cuñado Lisandro use el Duolingo para el hebreo me hicieron pensar que estamos ante la herramienta apropiada para que la humanidad logre uno de sus viejos anhelos: eliminar las traducciones (y a los traductores) sin apelar a horrores automáticos. Este propósito es el contrario al del esperanto (de paso, entre los cientos de cursos del Duolingo hay uno de esperanto): no se trata de abolir la maldición bíblica y que todos volvamos a hablar la misma lengua, sino de que todos hablen las lenguas que se propongan y el mundo no solo preserve sino comparta su espléndida diversidad lingüística.
Creo que la idea puede tener resultados muy benéficos. Entre ellos, el de crearle espantosas pérdidas a la industria editorial. Imaginen la mejora que sería para el mundo la desaparición de la Feria de Frankfurt y de los agentes literarios todopoderosos. Aunque es cierto que el coronavirus también puede cumplir con buena parte de esa tarea.