Las redes o medios sociales parecen ser, si se me permite la metáfora, el activo con más potencialidad para la comunicación. Al menos, en lo que se refiere a los próximos años.
Ese es el panorama que se viene construyendo desde que Facebook se abrió al uso universal allá por 2006. Es verdad que la de Mark Zuckerberg no fue la primera red social. Pero también es verdad que Facebook terminó de dar el puntapié de inicio a una especie de ¿moda? que no deja de extenderse.
Fuera de las plataformas de mensajes instantáneos (WhatsApp o IPhone Messenger, por nombrar apenas un par) y sin olvidar la existencia de algunas redes que, aunque casi desconocidas por aquí, tienen una presencia inexcusable en vastas regiones del planeta –como V Kontakte en Rusia o Q Zone en China–, las dominantes en el mundo no son más de cinco o seis. Facebook reina, sí, pero reconoce a su lado los pesos pesados de Instagram (propiedad del imperio de Zuckerberg), Twitter, YouTube y Snapchat, todas con más de 250 millones de usuarios.
¿Cómo las describiría? Se me ocurre hacerlo –admitiendo que las redes sociales constituyen, en realidad y sobre todo, redes de influencia simbólica– según dos funciones complementarias: la legitimación de una agenda informativa (impuesta, a veces, por los medios masivos; impuesta, otras veces, por las propias redes) y la legitimación de unos individuos (sus usuarios).
#Trump (con el sorpresivo –para casi todos– resultado de las elecciones presidenciales en los Estados Unidos), el vernáculo #CopaDavis2016 (con el triunfo de la muchachada albiceleste en Zagreb) o el reciente y doloroso #Maldonado (con su angustiado reclamo en tono de consigna “Soy [nombre propio] y estoy en [ubicación]; lo que no sé es dónde está Santiago Maldonado”) han sido, a qué dudarlo, algunos temas de esa agenda inmediata. Mientras @cristiano (Ronaldo), @shakira y nuestro @leomessi (en orden decreciente de seguidores en Facebook) son algunos de esos usuarios que, de modo circular, legitiman a y son legitimados por las redes.
Dicho esto, el aspecto que quisiera destacar en esos medios, si del último año se trata, es mucho más sutil. No son los figurones ni los grandes acontecimientos. No son los likes ni las fusiones. Es, más vale, el lento pasaje (casi imperceptible) del discurso escrito al audiovisual.
Quizá no sea sorprendente. La asistencia en los mensajes instantáneos de los emojis, que reemplazan palabras y frases enteras, venía –tal vez– a preanunciarlo. Lo cierto es que la explosión de Snapchat con sus stories grabadas (videos cortos y efímeros que se comparten y desaparecen de la pantalla a las 24 horas) dejó en claro que hacia allí va la cosa. Y, ni corta ni perezosa, Instagram (la red de las fotos) se apropió del formato y le ganó a la red del fantasmita en su propia cancha: a juzgar por el declive de Snapchat, parece claro que le sacó seguidores.
Frente a estas novedades, tampoco puede soslayarse que las imágenes y los videos están ganando terreno en las redes con más (micro)texto, Facebook y Twitter. Como si las palabras desnudas, sin los apoyos visuales, ya no ofreciesen sino mensajes austeros y desangelados.En un mundo en el que el tiempo es un valor conspicuo, en el que “una imagen vale más que mil palabras”, parece que todos quieren decir algo y que quieren decirlo ya. Nada mejor, para eso, que la espontaneidad de un guiño o una mueca frente al celular. Nada peor, para eso, que el gesto demorado de la escritura.
La profusión de los videos más personales en las historias de Instagram y Snapchat y la de los videos más generales en Twitter y en Facebook terminan rivalizando así con el gran tanque audiovisual, YouTube. Es que, al fin y al cabo, con redes que compiten y que se complementan al mismo tiempo, este presente tan discursivo parece pronosticar una comunicación más oral aun en las omnipresentes pantallas del futuro cercano. ¿Será así?
* Doctora en Lingüística y directora de la Maestría en Periodismo de la Universidad de San Andrés.