Nunca me pareció, como a Discépolo, que los cafetines de Buenos Aires fuesen el mejor lugar para aprender filosofía (excepto que sus habitués sean estudiosos de la materia) ni tampoco dados, timba (pues los juegos de azar están prohibidos en estos lugares).
En cambio, y porque los frecuento, me parecen un lugar ideal para ensayar esas formas de comunidad contingente sobre las que se está reflexionando tanto en los últimos años: los cafés como un laboratorio de ese estar con otros que constituye una comunidad en la no comunidad. Eso sí, según creo, bien puede aprenderse en bares, en su inestable integración de lo público y lo privado.
Se habrá notado que, entre los viejos hábitos que estaban perdidos y las nuevas tecnologías han recuperado, está el de andar por ahí llevando consigo una radio portátil (una radio o un televisor: en el retorno hay también un progreso). Encenderla y dejarla sobre la mesa del bar, como si fuese la de la propia cocina, se está volviendo una costumbre social cada vez más extendida (por fuera de las culturas de la estridencia, que tienen otros pactos comunitarios).
El asunto es nimio, ya lo sé. Pero puede, desde su nimiedad, iluminar otros trastrocamientos de lo público y lo privado. Por ejemplo, el de aquellos que no consiguen dar una discusión pública sin volverla un asunto personal. O el de aquellos que, hablando de plata, a los fondos públicos los llaman “la mía”.
O el de aquellos que pretenden que, con sus creencias personales, se establezcan las políticas públicas.