En la TV teníamos apenas cinco canales y el estar a merced de sus ficciones nos hacía mejores personas. Éramos víctimas. Cada pequeña, insolente novedad se recibía como milagro. En ese contexto, “Función privada” era maná en el desierto.
Ahora me parece atisbar (no tengo aún palabras claras) que es al revés: las ficciones son infinitas y están a nuestra merced. Somos los dictadores mancomunados que las moldean con un voto esquivo, poderosos con el remoto, abandonando una serie para castigar algún giro ofensivo en la historia, cliqueándole a Netflix lo que nos está gustando o no (hay solo dos categorías para sensaciones complejas y hasta Olivia Coleman debe caer en esa bipolaridad), eligiendo del menú con la derecha y calificando en redes con la izquierda de pésima a una película equis que hace años hubiera rankeado como puro maná.
Ejemplo: del laberinto estetico-ideológico que trae el combo “No miren para arriba”, “La hija oscura” o “El poder del perro” se sale por arriba, afirmando –lo he leído mucho– que la mejor es “Yesterday” porque no es pretenciosa o entretiene sin moral o es menos feminista o menos no sé qué. Es un delirio. La película es nada menos que de Danny Boyle, pero como si eso no significara nada, ¿en serio su mérito es acertar donde las otras fallan? ¿Están en competencia estas películas, cuyos directores –por designio íntimo o de la industria a la que sirven como involuntarios soldados kamikaze– construyen con oficio, especulación, errores, corazón, angustia, pasión y mercadeo?
Las OTT forman un embudo de apariencia infinita para filtrar mil opciones narrativas en una suerte de destilado injusto, un apretuje que saca el aceite esencial de poéticas narrativas complejas, sea de artistas originales o de mercachifles al servicio de la vulgaridad. Y en la degustación de aceites casi todos los sabores nobles saben a aceite, o sea, una pátina embriagante y apretada, que es un poco como saber a grasa.
Añoro la ingenuidad del mirar franco y asombrado.