Siempre me llamó la atención la capacidad que tenemos de utilizar ciertos términos y discutir sobre ellos sin saber qué significan. Todos conocemos el significado de los términos que usamos al hablar, pero no se trata de un significado compartido: difícilmente dos personas definirían ciertas palabras del mismo modo, aunque pudieran referirse a ellas y discurrir durante horas, usándolas como si hablaran de lo mismo. Cuando digo una palabra, pero sobre todo cuando digo una de esas palabras más proclives a ser usadas en una discusión, simplemente porque son objeto de discusión, no establezco previamente con mi interlocutor qué voy a entender cada vez que las pronuncie. Pongan a mil personas y pídanle que definan el término “pueblo”, o “democracia”, o amor, o “humanidad”, y lo que van a obtener son mil definiciones distintas. Es por eso que, en general, los académicos antes de sentarse a discutir suelen tomarse el trabajo de establecer con claridad a qué van a referirse cada vez que pronuncien tal o cual palabra. Es una precaución hermosa por lo justa, y porque denota que quien va a hablar no tiene tiempo para perder en discusiones que no llevan a ninguna parte. Porque –esto no es mío, ya lo decía Wittgenstein– muchas veces creemos estar discutiendo sobre ciertos conceptos y en realidad lo que ocurre, es que nuestro interlocutor y nosotros hablamos de cosas diferentes. En la revista Aeon, Émile Torres, que se ocupa de filosofia moral en la Leibniz Universität de Hanover, en Alemania, habla del libro que está por publicar, Human Extinction: A History of the Science and Ethics of Annihilation, refiriéndose a un concepto bastante extendido en la sociedad: el de la extinción de la especie humana. Pareciera que acerca de la palabra “extinción” no hay mucho que aclarar, cada vez que aparece, el lector o el interlocutor lo primero que piensa es en la desaparición de la vida humana, tal como desaparecieron los dinosaurios, por ejemplo, o los dodos. Y sin embargo también allí hay discrepancias.
Una posible extinción de la especie Homo sapiens no implicaría necesariamente el fin de la humanidad. Si la humanidad fuese sustituida por, pongamos por caso, una población de máquinas inteligentes creadas por el Homo sapiens, la extinción de la humanidad podría parfecerse más a una suerte de evolución, más que de extinción, a una post-humanidad. Si fuésemos capaces de construir un mundo mejor para las generaciones futuras, tendríamos una razón moral para construir ese mundo. Pero también habría una razón moral en el caso en que la única posibilidad de garantizar una existencia futura, en algún aspecto humana, fuese la creación de máquinas artificiales. Según esta perspectiva, la extinción de la humanidad podría ser un bien relativo o mal menor, no un mal en sentido absoluto.
Volviendo a la palabra “extinción”, Torres encuentra algunas ambigüedades; hay que distinguir dos aspectos distintos del mismo fenómeno: la extinción entendida como proceso en acto, el “extinguirse”, y la extinción como condición o estado ya alcanzado, el “estar extinto”. Para algunas personas ambas cosas son malas, sin distinguir la modalidad: a fin de cuentas quien se extingue pierde la oportunidad de “extinguirse”, pasó a “estar extinto”, algo de lo que pareciera que no existe retorno o vuelta atrás.
Para Torres, la extinción de la especie sería al mismo tiempo un bien y una catástrofe. Sería un bien porque es innegable que la humanidad es una fuerza capaz de provocar grandes males. Y sería una catástrofe porque desaparecería el amor. Pero tampoco existiría el dolor por el fin del amor, dice Torres. ¿Y gozamos del amor más de lo que sufrimos por el fin del amor? Eso ni Torres lo sabe.