Estamos habituados a toparnos en la vida con al menos dos tipos de personas (pueden ser más, pero básicamente son dos): los que minimizan y los que exageran. Ninguno es particularmente preferible, a veces uno se vuelve más tolerable, dependiendo del objeto o el sujeto que se maximiza o reduce, pero en cualquiera de los dos casos lo que se constata es que pareciera que es imposible referirse a lo real tal cual es sin agregarle o quitarle atributos. Desde hace mucho, en las conversaciones más dispares e inesperadas, siempre para referirse a las diferencias culturales y a cómo el lenguaje es un instrumento dedicado a las particularizacones más que a los generalismos, siempre hay alguien que habla de los cien o de los veinte modos que los esquimales tienen de llamar a la nieve. La diferencia entre veinte y cien es demasiado amplia como para pasarla por alto, y de hecho en ella se detuvieron dos estudiosos catalanes, Pere Comellas y Carme Junyent, que oportunamente aclararon que la cifra exacta de los modos de llamar a la nieve que tienen los esquimales se reduce a cuatro.
Claro que a esas diferencias cuantitativas habría que agregar otras, como que los esquimales no hablan todos la misma lengua. Por ejemplo, un Yupik y un Inuit pueden comunicarse entre sí, pero sin duda utilizarán palabras distintas para designar cioertas cosas, como sin ir más lejos ocurre entre un porteño y un montevideano.
Ni cien, ni veinte ni cuatro: la cantidad de palabras para nombrar a la nieve (al menos en inuit) son cuarenta y siete. Lo dice Rebecca Thomassie, o mejor dicho Tommy Kudlak. Rebecca Thomassie vive en la remota aldea Kangirsuk, en la región de Nunavik, en Quebec, Canadá, y en el cortometraje Los nombres de la nieve, realizado por ella misma, se la ve pidiéndole a un viejo del lugar, Tommy Kudlak, que le enseñe esas palabras para que ella pueda transmitírselas a su hija de tres años.
El cortometraje dura seis minutos, y en ellos vemos a Rebecca trasladándose en una moto de nieve por una calle de Kangirsuk, donde hay nieve durante nueve meses al año; luego se interna en lo que parece un desierto de nieve hasta llegar a un sitio donde un anciano, Tommy, está construyendo un iglú –que cuando lo haya terminado dejará de llamarse iglú y pasará a llamarse uquutaq, un refugio. Tommy corta barras de hielo valiéndose de un serrucho. A esos bloques, que deben tener una consistencia y una forma precisas, los llama saviujartuat. La nieve que se usa para construir el iglú tienme un nombre preciso: pukaangajuq. Que es una nieve muy distinta a la que se utilizada para derretirla y beberla, y que se encuentra cavando alrededor de las rocas: es nieve más vieja, muy distinta a la que se encuentra en la superficie, y tiene un nombre: aniuk.
Tommy prosigue poniéndole nombre a todo lo que ve –lo único que se ve es nieve. Y esos nombres dependen de la consistencia de la nieve, la posición, la exposición a los ortros elementos y el uso que se hará de ella. La nieve que acaba de caer y que se ve brillante sobre la superficie se llama qingainguit. Es bella y da belleza al paisaje, pero como la belleza no sirve para nada. La nieve apilada en montículos, que representa un problema cuando se conduce una moto de nieve, se llama naanguaq. La nieve en la cima de las colinas se llama aluktiniq, y la nieve desmoronada se la misma colina se llama situurtuviq (Tommy aclara que lo que primero era aluktiniq indefectiblemente siendo situurtuviq.
En ningún momento vemos a Rebecca tomando notas, como hacen los oficiales y generales idiotas y temerosos de Kim Jong-un. Rebecca no necesita recordar nada; o mejor dicho, su modo de recordar consiste en filmar una película.