Una de las razones por la que no leo los diarios en Internet, sino en su formato tradicional (también llamado papel) es porque me gusta ver los avisos que aparecen en sus páginas, ausentes en la versión web. La publicidad siempre es informativa del estado económico y cultural de una sociedad y, también, un buen entretenimiento liviano. Uno de los géneros de publicidad que más me divierten es el de las universidades (privadas y públicas) que ofrecen cursos, posgrados y doctorados con una estética no muy diferente al de la carta de un restaurante: de entrada los profesores tal y cual, sugerencias de media curso, los intelectuales éste y aquel, y de postre, un seminario con tal estrella invitada o una videoconferencia con tal otro. Con los cursos de postgrado pasa algo similar al circuito de los médicos: por la mañana hacen carrera hospitalaria (mal paga en instituciones estatales) para por la tarde, con esa legitimidad (y el diploma de la UBA bien exhibido en la pared) atender en su consultorio privado (aunque ya casi sin pacientes privados: la mayoría viene por alguna prepaga). A la clase media le gusta atenderse con los jefes de servicio de hospitales públicos, pero en consultorios con sillones mullidos. Pues los nombres de los docentes en esas listas sábana de postgrado cumplen una función idéntica.
Pero no es de esto sobre lo que quería escribir hoy. Es sobre otra publicidad, una de las publicidades más asombrosas que vi en mi vida, publicada en la página 20 de la edición del domingo 27 de junio de este mismo diario. El aviso, no muy grande, sólo dice: “Se busca socio inversor para compra de un banco en Paraguay. Enviar datos para comunicarnos a: buscosociobanco@....” (no sé por qué, pero me da miedo transcribir la dirección de mail completa). Nunca estudié publicidad (¿se estudia publicidad?), pero intuyo que los creativos publicitarios deben siempre tener en cuenta al público-meta (target) al que se dirige el aviso. ¿A quién se dirige esta publicidad? ¿A millonarios excéntricos? ¿A alguien que le sobra un vuelto y gracias al aviso se le ocurrió invertir en la compra de un banco en Paraguay? ¿Es un mensaje cifrado, en clave? Y, en ese caso, ¿qué clave secreta contendrá? No lo sé, pero no deja de ser interesante la pesquisa (¿me estaré volviendo un profundo periodista de investigación como Luis Majul?).
Recuerdo, hace años, un reportaje en Clarín al jefe de la Mossad donde decía que buena parte de la información de inteligencia la obtenía leyendo bien los diarios. ¿Será el aviso una operación de inteligencia encubierta? La duda me carcome y, a la vez, me aterra. Cada tanto los suplementos económicos (en especial el de La Nación) publican notas con consejos sobre dónde conviene invertir el dinero. Típico intelectual sin un peso, leo con fruición esas notas. Generalmente esos suplementos recomiendan monedas en ascenso (en su momento fue el euro, ahora el dólar), inversiones inmobiliarias, ciertos títulos públicos, metales. Pero nunca leí un artículo que dijera: “Y de paso, si puede, cómprese un banco en Paraguay”.
Algún día se develará el enigma, o tal vez nunca. Por lo tanto es hora de volver a la literatura, es decir, al Diccionario de los lugares comunes de Flaubert. Concebido originalmente como coda irónica a Bouvard y Pécuchet, puede leerse, en diagonal, como una formidable sátira al lugar del dinero en la modernidad. Van algunas muestras: “Banqueros: todos ricos”. “Dinero: causa de todos los males (…) los ministros lo llaman haberes, los escribanos, emolumentos, los médicos, honorarios, los empleados, salarios; los obreros, jornales, el servicio doméstico, sueldo.” “Ahorros: ocasión de robo para el servicio doméstico”. Y finalmente, “publicidad: fuente de la fortuna”.