Caídas las restricciones a la importación de libros, se puede encontrar en Buenos Aires la bella edición en tres tomos de Las mil y una noches de la editorial Atalanta. Es, creo, la tercera versión directa del árabe (el resto viene del inglés o del francés). Pero la primera fue la que Rafael Cansinos Assens terminó para la editorial Aguilar de México en 1963. Para Aguilar, Cansinos tradujo también El Corán y las obras completas de Goethe, de Balzac y de Dostoievski. Pero no sólo traducía del árabe, del ruso, del francés y del alemán, sino también del inglés, del italiano, del portugués, del hebreo, del griego y del persa. Cansinos nació en Sevilla en 1882, se mudó con su familia a Madrid en 1898 y allí se quedó hasta su muerte en 1964. No está claro si era pariente de Rita Hayworth (Margarita Carmen Cansino) ni cómo aprendió todos esos idiomas, porque nunca hizo estudios formales ni salió de España. Otra rareza de la vida de Cansinos es que durante el régimen de Franco desapareció de la luz pública y fue perseguido por judío, condición a la que llegó de adulto al investigar su origen sefaradí.
El nombre de Cansinos Assens nos suena gracias a Borges. Se conocieron hacia 1920, en las tertulias ultraístas madrileñas. Cansinos lo describe como “un joven alto, delgado, con lentes y aire de profesor. Viene de recorrer Europa en compañía de su hermana Norah, que hace unos dibujos muy modernos. Ha estado en Alemania, es políglota y tiene un enorme fondo de cultura”. El pasaje es de La novela de un literato, un libro de memorias en tres tomos que se publicó recién en 1982, cuando el autor estaba olvidado. Borges, por su parte, tiene una acritud contradictoria con Cansinos. En su juventud le dedicó un encendido elogio que figura en Inquisiciones (1925), uno de los libros de los que renegaría más tarde. Mientras en público siempre lo llamó su maestro, en privado su adhesión era mucho menos firme. En el Borges de Bioy Casares –esa fuente inagotable de información dudosa– se nota que Bioy no apreciaba demasiado a Cansinos, y menos doña Leonor Acevedo, a quien Borges le pide que lea sus novelas y concluye que son espantosas. Pero Borges, cada tanto, aparece reivindicando una frase o una línea de Cansinos y a su muerte dictamina: “Escribió cosas malas, como todo el mundo, pero escribió cosas lindísimas. Tenía una gran sensibilidad”.
Un libro clave para salir de dudas (o para multiplicarlas) es El divino fracaso (1918), cuya versión digital se consigue por seis dólares. En ese ensayo intenso, confesional y lleno de metáforas, Cansinos expone –tal vez como nadie lo ha hecho– las tribulaciones del escritor frente a la ingratitud del mundo, la inseguridad sobre su propia obra, las trampas que le tienden el estilo, la fama, el dinero y la soledad. Llega a escribir que “la mejor victoria de un artista sería no dominar su arte sino abandonarlo” y, de hecho, en algún momento decidió dejar de publicar y escribir sólo para él mismo (quedaron así 15 mil páginas inéditas, entre ellas los Diarios que redactaba en cuatro idiomas). Cerca del final del libro, Cansinos describe así su obra: “Ligera, demasiado ligera, sobre la cual nadie puede decirnos nada cierto y que es un sueño nacido de un sueño.”