La editorial madrileña Periférica, fundada en 2006, tiene un catálogo ecléctico, por no decir un poco cambalachesco. En teoría, según el sitio web de la casa, conviven en él tres registros: “Aquellos autores que entre la Ilustración y el fin del siglo XIX conformaron una idea de Europa y del mundo que merece la pena conocer y pensar”, “títulos que surgieron durante el siglo XX al margen de ‘lo establecido’ o de los gustos dominantes” y, finalmente, “las propuestas más audaces y sugerentes de la última narrativa internacional”. Al parecer, se considera que Fogwill (dos libros) forma parte de los últimos junto con el venezolano Israel Centeno (tres libros), a quien se califica (a Centeno, no a Fogwill) como a “uno de los autores más seguidos y respetados de Latinoamérica”. Como sucede en otros casos, los libros están agrupados en colecciones cuyas características distintivas se me escapan pero que se denominan –sin mucho ingenio– Largo Recorrido, Biblioteca Portátil y Pequeños Tratados. En esta última, figura La cena de los notables, un libro de Constantino Bértolo del que uno de sus seguidores porteños me regaló un juego de fotocopias que después perdí. Pero la Biblioteca Portátil, con su tono ocre y una pequeña ilustración en la cubierta, es sin dudas la colección de aspecto más distinguido, aquella con la que uno quiere ser sorprendido leyendo en el café. En la Biblioteca Portátil, Fogwill y Centeno conviven con Juvenilia de Miguel Cané, con Torquemada en la hoguera, de Pérez Galdós y, muy especialmente, con un trío de antiguallas francesas de fines del siglo XVIII, integrado por Benjamin Constant, Antoine de Rivarol y Joseph Joubert.
Joubert (1754-1824), de acuerdo con la presentación que se hace de él en Sobre literatura y arte, tiene algo misterioso, un poco como aquel general Buendía, el personaje de Juvenilia del que parecía imposible determinar si era gordo o flaco. (Busco el pasaje en la web y me encuentro con que Cané habla sobre Buendía con Roque Sáenz Peña, su condiscípulo del Nacional de Buenos Aires, tradición del diálogo entre próceres que con los años continuaría con las conversaciones entre Ibarra y Telerman). Volviendo a Joubert, en alguna parte se dice que era un gran perezoso de la literatura, un escritor sin obra que “prefería pasear diez millas antes que escribir diez líneas”. Pero algo más adelante nos enteramos de que el hombre dejó nueve mil páginas manuscritas y que era un referente (como se dice de algunos jugadores de fútbol) de los literatos más finos de su época (y no solamente de la época, ya que hasta Godard le roba). Uno de ellos, el vizconde de Chateaubriand, fue el responsable de publicar en 1838 una selección de sus cuadernos después de la muerte del escritor. Al final, resulta que no había ningún misterio: Joubert escribía pero no publicaba. Lo que Periférica nos entrega es una pequeña colección de sus aforismos sobre arte y literatura, que son en verdad extraordinarios.
Uno no puede menos que rendirse frente a un autor capaz de decir que Voltaire tiene el alma de un mono y el ingenio de un ángel, que no hay un escritor como Rousseau para volver soberbio al pobre o que cada vez que leemos a Montesquieu estamos tentados de construir un imperio (Woody Allen llevó este último aforismo a la formulación “cada vez que escucho a Wagner tengo ganas de invadir Polonia”). Pero Joubert no sólo puede despachar a la Santa Trinidad Ilustrada con gran ingenio, también es capaz de prevenirnos sobre el ingenio mismo, que “se evapora en nuestras obras al pasar a través de los siglos”, como seguramente ocurrirá con esta columna. Sin embargo, el suyo permanece, tal vez por su perspicacia o acaso por sus rasgos de modernidad, como la idea de que la crítica es una actividad inevitablemente ligada a la moda, que no sabe distinguir ni apreciar más que lo que está en el ambiente: “No el oro en barras sino las monedas que circulan”.