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Un islandés indispensable

06-11-2021-logo-perfil
. | Cedoc Perfil

Todo lo que sé de Islandia lo sé de lo poco que pude leer de Borges, Manganelli y Wilcock. Del primero evité sumergirme en las sagas de Snorri Sturluson solo porque a él y a Kodama les gustaban mucho. Recuerdo un poema horrible de Borges dedicado a Islandia que empezaba diciendo: “De las regiones de la hermosa tierra/ Que mi carne y su sombra han fatigado/ Éres la más remota y la más íntima”.  Si en tres versos un poeta no es capaz de decir al menos una cosa que no es al mismo tiempo adjudicable a las islas Malvinas, a Bolivia, a Irak o al Canadá es que hay algo que no anda bien. Sucede lo mismo con las primeras movidas en el ajedrez: definen muchas cosas. Disfruté mucho más, en cambio, La isla planeta de Giorgio Manganelli. Wilcock reseñó alguna vez extensamente un libro de Halldor Laxness (Premio Nobel 1955), de cuyo libro, Gerpla, el mayor elogio que pudo pergeñar fue que no era “trivial”.  Pero mucho más que todos ellos hizo por Islandia un breve poema leído por casualidad en una revista. El poema se titula “Es una maldición, mierda”, y su autor es Eiríkur Guðmundsson.

De manera que munido solo de ese pequeño tesoro me puse a buscar obras suyas, pero no encontré nada que pudiera descargar de sitios web piratas, que son los que me nutren. Pero de todos modos pude averiguar algunas cosas, sobre todo de las necrológicas que le dedicaron sus compañeros de trabajo. Guðmundsson era escritor, locutor y periodista, había nacido el 28 de septiembre de 1969 y murió el 8 de agosto del año pasado. También dirigió dos documentales. No sé cuáles son los títulos, porque cuando los copio en el traductor online lo que me devuelve el programa es el título en su lengua original. Faltan pistas y no soy capaz de leer correctamente todos los eufemismos que le dedican sus buenos amigos, pero al parecer murió de cirrosis o de alguna enfermedad ligada al consumo irredento y decontrolado de alcohol. Ni siquiera sé qué alcohol le gustaba consumir a Eiríkur. Pero debía de ser un buen amigo. 

Alguien (no voy a copiar los nombres islandeses, de todos modos, nadie de ustedes los conoce) dice que era un crítico literario educado, recuerda que publicó libros de poesía y novelas, pero que a pesar de las críticas elogiosas recibidas, nunca se tomó la literatura muy en serio. 

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Otro lo tilda de erudito, y a sus otras ocupaciones agrega cuatro: la de acordeonista, pianista, cantor y bailarín, que sobre todo mostraba en celebraciones de todo tipo. Algo me dice que me hubiera gustado mucho conocer a Eiríkur. Tiene publicadas varias novelas, algunas de títulos sugestivos: 39 pasos hacia la destrucción (2004), La luna de jarabe (2010), 1983 (2013) y Mi ensayo sobre el dolor (2018).

Otro lo compara con Leibniz, lo que ya es otro cantar. Al parecer, Guðmundsson era de esos personajes que son adorables cuando están sobrios, pero que borrachos se vuelven insoportables. Un poco de alcohol bastaba para que se trenzara, con quien tuviera ganas de enfrentarlo, en discusiones acaloradísimas sobre el gobierno, la cultura, la buena y mala literatura, la economía y cualquier tema que se presentara. Por alguna razón sus opiniones sobre lo que fuera no eran del agrado de nadie. 

Leía su poesía por radio, y no sé si alguien exagera cuando dice que esas sesiones cambiaron la radio islandesa. Las mentes, islandesas o no, son complejas, y los pensamientos se expresan como quien vierte agua en un vaso transparente. El poema que mencioné al comienzo dice así: “Las nubes esta tarde/ no son almohadones ni cisnes/ a lo sumo son un indicio/ de la vida que a lo mejor tal vez/ habrías podido tener/ si hubieses decidido coleccionar mariposas/ o estudiar los estratos terrestres/ en vez de hacer lo que haces”.