¿Cuántas literaturas hay? Tantas como se quiera, porque la multiplicidad es no sólo un régimen de visibilidad sino también una aventura ética. Pero admitamos que nunca hay una literatura sin otra, que es su sombra (o la sombra de esa sombra que es la literatura legible, comprable y consumible): la literatura que querríamos escribir o en la que querríamos vivir, porque qué sentido tendría establecer una distancia cualquiera entre escribir, vivir y pensar.
Acaba de aparecer un libro que se propone (igual que la máquina kafkiana) como un artefacto singular. Su título es Disco Wilcock, fue escrito por Manuel Ignacio Moyano Palacio y editado por el sello Tren en Movimiento (Matías Raia).
Bellamente escrito, Disco Wilcock reúne una serie de fragmentos (“temas”, digamos, dado que la disco es su horizonte) sobre Juan Rodolfo Wilcock. Se lee con la urgencia y la alegría de quien ha recuperado algo que creía perdido para siempre.
No es un libro académico, ni tampoco una novela. Es la historia de alguien que decidió vivir (siquiera por un rato) a la sombra de Wilcock y que nos cuenta cómo fue esa temporada en el infierno.
En alguno de los fragmentos del libro se examina un caso policial. La resolución dice con todas las letras: “El asesino es Adolfo Bioy Casares”.
Bioy Casares es un nombre de esa literatura para la cual hay una patria. La patria en la que un libro como el de Manuel Moyano puede existir reconoce otros nombres: Pablo Farrés es uno de ellos. La diferencia es tan obvia... Pero hace falta subrayarla. Los libros como los de Manuel Moyano (o Wilcock o Roberto Calasso) no son cosas, son una experiencia.