Basta hojear cualquier suplemento cultural para advertir que el canon literario en el que nos movemos fuera del castellano es abrumadoramente anglosajón, con una minoritaria presencia francesa. En ese contexto –que no es sólo argentino– la literatura en lengua alemana es un objeto extraño: parcialmente sepultada, no se sabe bien qué pensar de ella. El caso de Leo Perutz es paradigmático. Si uno mira la contratapa de su novela El maestro del juicio final en la edición de 2004, descubre una serie de elogios desconcertantes que intentan vender el libro como un policial, una obra de suspenso, un relato fantástico, una proeza de transparencia narrativa y como “una combinación entre Agatha Christie y Kafka”.
Leopold Perutz, descendiente de judíos españoles, nació en Praga en 1882, un año antes que Kafka. Ambos trabajaron como empleados de la Assicurazioni Generali a partir de octubre de 2007, aunque Perutz lo hizo en la sucursal de la empresa en Trieste y en carácter de actuario, ya que era un destacado matemático. Con el tiempo, Perutz se transformó en vienés, en asiduo concurrente de los cafés y en escritor. Su carrera incluye quince novelas, además de relatos y obras de teatro. La anexión de Austria al Tercer Reich lo obligó a emigrar a Palestina, de donde volvió desencantado ante la expulsión de los árabes por parte de los judíos. “No sirvo a ningún príncipe, y no pertenezco a ninguna ciudad, ningún país, ningún reino”, le haría decir Perutz a Da Vinci en El Judas de Leonardo, terminada pocos días antes de morir, en 1957. Perutz había sido un escritor popular antes de la guerra, pero después de ella su nombre fue cayendo en el olvido salvo en Buenos Aires, donde el elogio de Borges facilitó la publicación de algunos de sus libros.
Aunque Perutz volvió a ser leído y estudiado en décadas recientes, la perplejidad crítica frente a su obra persiste. En todo caso, Perutz tenía muy poco que ver con Kafka y nada con Agatha Christie. Alguna vez Walter Benjamin dijo que sus libros eran “buen material para leer en los trenes”, lo que provocó la ira del escritor, acaso mucho más contento con la opinión de Theodor Adorno, que hablaba de El maestro del juicio final como una genialidad, una calificación que no resulta exagerada. La novela, que podría haber sido escrita por Stevenson después de leer a Freud, es una obra maestra en el uso de la falsa conciencia del narrador y no debe haberle disgustado a Nabokov. Pero si uno quiere agregar más motivos de desconcierto al retrato literario de Perutz, debe consignar la opinión de Robert Musil en sus Diarios, en el sentido de que Perutz es uno de los creadores de la “literatura periodística”, lo que hace pensar en esas crónicas sin sustancia embellecidas por el oficio de la escritura. Pero Musil lo decía en el sentido exactamente opuesto: “Un estilo narrativo sobrio, exacto, que desplaza a los folletines y tiene un gran mérito del que puede vanagloriarse con razón”.
Si algo queda desmentido al leer a Perutz es su afiliación banal al género, ya sea el policial, el terror fantástico o la novela histórica. Por un lado, sus libros están documentados con un rigor que asombra (es muy curioso que este personaje civil, urbano y contemporáneo pareciera saberlo todo sobre las técnicas agrícolas y los asuntos militares del pasado). Por el otro, se estructuran a partir del choque entre ese mundo material cuyo funcionamiento económico, social y sexual es retratado con precisión maníaca y un orden espiritual de naturaleza indefinida, pero de una ferocidad implacable. El dualismo de Perutz recuerda al de Jacques Tourneur, cineasta oculto y singular con el que compartió cierto tratamiento de la culpa, la memoria, la identidad y el estremecedor tema del doble, autor de Out of the past, un título que bien podría describir la obra de Perutz.