El Gobierno se lleva mal con la Cancillería. El Decreto 411/17 modificó una vez más la estructura de la Cancillería para sacarle las funciones comerciales que en la práctica venían siendo ejercidas por el Ministerio de la Producción que cobija la Agencia de Comercio e Inversiones. También se espera una nueva revisión de su estructura interna para rectificar las rectificaciones efectuadas por estas mismas autoridades.
La explicación más fácil de estas idas y vueltas se refiere a los deseos del ministro Cabrera para centralizar todo lo referido a la inserción de la estructura productiva en la economía internacional. El ministro Cabrera proviene de la Fundación Pensar, el think-tank del PRO, mientras que los cancilleres designados por el presidente Macri fueron ajenos al ascenso de esta fuerza. La canciller Malcorra fue nombrada con los ojos puestos en la elección del secretario general de Naciones Unidas con el exitismo de generar un impacto político. El canciller actual, Jorge Faurie, recién se acercó al PRO para colaborar con la caótica situación del traspaso de mando el 10 de diciembre para asumir a partir de allí la Embajada en Francia.
Los nombramientos de Juan Procaccini en su momento como presidente de la Agencia y de Hugo Reyser como secretario de Relaciones Económicas parecieron destinados a zanjar los diferendos al incorporar a la Cancillería funcionarios de la máxima confianza de la Jefatura de Gabinete. Ambos conformaban el perfil que caracteriza a los principales asesores del Presidente. El Decreto 411/17 confirma que no fueron suficientes.
La Cancillería absorbió el Servicio Económico y Comercial en 1991 con el fin de modernizar el manejo de las relaciones exteriores, donde los temas comerciales comenzaban a tener mayor trascendencia. Los cancilleres Di Tella y Rodríguez Giavarini fueron una señal en ese sentido; todo cambió con los nombramientos posteriores, pues los ministros por sus antecedentes y prioridades políticas dejaron esos temas en las segundas líneas.
Los cambios realizados por este gobierno son hasta el presente de forma, y no implican en realidad una discusión de fondo sobre las políticas para promover las exportaciones o atraer inversiones genuinas. Los funcionarios en el exterior pueden ser los mejores y realizar una sobresaliente tarea de promoción e inteligencia comercial, pero para ello se necesita el acompañamiento de empresarios que quieran aventurarse y comprometerse con los mercados externos para expandir sus negocios. En el mismo paradigma se encuentra la gestión sobre las inversiones. Estas llegan cuando existen condiciones para obtener beneficios en un marco de estabilidad jurídica y una macroeconomía confiable. También cuando el Estado ofrece oportunidades en actividades en las cuales interviene, como Vaca Muerta, comunicaciones, energía o servicios públicos; las inversiones no dependen de la voluntad sino de múltiples condicionamientos, incluso factores internacionales, que influyen sobre el flujo de capitales. El mismo Gobierno sostiene que los costos argentinos y la inflación constituyen un desaliento a las inversiones.
Los responsables de estas carteras son los que deberían responder por esta insatisfacción de la organización de la Cancillería y no reducir la discusión a su ubicación en la estructura. La decepción de este gobierno no es diferente de la que tuvo el ministro Kicillof cuando llenó la Cancillería con gente de su confianza; ahora se pretende hacerlo trasladando las funciones que requerirán de nuevo personal, esta vez más a tono con el color político de ese organismo.
Es penoso que luego de diecisiete meses todavía se siga divagando sobre la forma de mejorar la inserción del país en el mundo, más allá de los encuentros en los foros internacionales, sin discutir los problemas reales que afectan a los sectores que deberán concretar ese objetivo para mejorar los niveles de empleo e ingresos de los argentinos.
*Diplomático.