El tipo nunca fue bueno con los números. Sabe cuánto le cuesta llegar a fin de mes y que si no sobra algún billete, ir a la cancha es poco menos que una utopía. También recuerda haber sido uno de los poco más de 7.000 que el 20 de octubre de 1976 fue a La Paternal a ver si Argentinos le hacía fuerza al fantástico Talleres, símbolo del viejo-nuevo fútbol argentino de aquellos días. Pero, la verdad, no sabe mucho de números. Tal vez por eso, es incapaz de darle una interpretación al hecho de que, 30 años, un mismo 20 de octubre, los protagonistas clave del fútbol sean tan distintos.
Aquel 20 de octubre, Talleres no jugó especialmente bien para aquellos tiempos. Pero en aquella época en la que no sólo nadie dudaba de jugar con enganche sino que en cada equipo había un volante creativo de selección, lo de Talleres fue poca cosa. Aún así, el tipo se fue de la cancha con la sensación de algo especial en el segundo tiempo: había debutado en Argentinos un pibe llamado Diego cuyo primer acto de amor con el fútbol profesional fue tirarle un caño a Juan Domingo Cabrera, un cinco de esos que jugaba y raspaba con el mismo empeño. Ese fue el último día que le creyeron que había estado en el debut del más grande futbolista que dio el planeta. Desde entonces, quien lo escucha murmura la chochera que invade a millones de argentinos que dijeron haber estado en el Diego Armando Maradona.
Y este 20 de octubre estaba listo para contar por trigésima vez aquella historia. Como esas revistas gastadas de tanto uso como el pliegue ajado de la hoja de un libro que se abandonó marcado en la mitad de la lectura, los detalles de aquella tarde de primavera, fútbol y dictadura se volvieron cada vez menos precisos. Fue derrota por 1 a 0, fue contra Talleres, fue en el segundo tiempo, con la camiseta roja con banda blanca –como un negativo a colores de la de River– y probablemente con la número 16; tal vez la 15 pero apuesta más por la 16. Pero 30 años después, se quedó sin poder contar su historia. La realidad le pasó por encima con la misma insolencia con que los almanaques llenaron de várices las pantorrillas. Esta vez, el debut de Maradona fue un tema menor. Los protagonistas del fútbol del 20 de octubre de 2006 se llaman Calvente, Gallina, Arslanian o Di Zeo. Y ya no eran ni defensores o wines, sino jueces, funcionarios, ministros o fulanos cuya notoriedad es tan inexplicable como la de Amalia Granata, Mónica Lewinsky o Jacobo Winograd. El tipo pasó del ego lastimado por ver ignorada una de sus mayores medallas de futbolero a la tristeza por tener que deshacer el programa del domingo. Porque así como ver a Talleres era entonces todo un programa, ir hoy a un Racing-Boca con Palacio, Gago y Bergessio es un consuelo para la nostalgia. Y pensaba viajar hasta Avellaneda hasta que un par de tipos a los cuales los medios dimos notoriedad hasta sacarlos de una marginalidad berreta decidieron que la pasión de millones de argentinos no tenía razón de ser sin ellos presente.
Por un instante pensó en gastar esos mangos en River-Central. O cancelar la ida al cine del sábado para ver Vélez-Independiente. Pero luego, entre reflexivo y dolido, se dijo que no podía seguir haciéndose el gil y no hacerse cargo de que su pasión, la única que le quedaba, estaba en manos de un puñado de perejiles con el poder de la violencia y la transa. Con el bajón de quien comprueba cómo la pelota cambió de dueño, se maldijo por no tener la convocatoria de un Neustadt, un Majul o un Blumberg y proponer a los futboleros a acercarse a Avellaneda hoy, a las 11, a la misma hora en que usted termina de leer estas líneas, y hacer un minuto de silencio por la salud de nuestro fútbol, que hace rato huele a enfermedad terminal.