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Un mundo que suceda de nuevo

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En la Argentina, y en Latinoamérica, las cosas están más o menos así: por un lado están los escritores profesionales, esos que producen textos por y para el mercado (más allá de sus intenciones y de su bonhomía). Tramas reconocibles para los lectores de todo el territorio hispanoparlante, compuestas, a su vez, en una lengua falsamente neutra (como los doblajes mexicanos de exportación de algunas películas). Son los escritores pasteurizados: muchos de ellos hacen malabares para llegar a fin de mes, pero otros gozan de buena salud, sonríen para las fotografías como si fueran estrellas de rock (pero vaciados del pathos que toda buena estrella de rock debe exhibir) y cada tanto ganan algún premio importante en metálico que, prorrateado, les deparará años de tranquilidad y buena fortuna. Del otro lado, los escritores a secas. Son los menos, pero los que vale la pena leer. Y Yuri Herrera (México, 1970), autor de novelas como Trabajos del reino y Señales que precederán al fin del mundo, es uno de ellos. Uno de los buenos.

Algunos caen en la simplificación de señalar a Yuri Herrera como un representante de algo que dio en llamarse narcoliteratura y que no se entiende bien qué es, tan sólo porque sus novelas están ambientadas en la frontera de México con los Estados Unidos, o porque sus personajes son cantantes de narcocorridos o mujeres que cruzan un río llevando mensajes y paquetes. Un reduccionismo que sólo puede empobrecer sus libros, breves, potentes, bellos y pregnantes, y las lecturas que puedan hacerse de ellos. Porque tan gravitante (o más, a decir verdad) como la geografía son, en Herrera, las palabras: una poderosa explosión de sentido que crea un territorio nuevo para la lengua, poroso, rico, ni mexicano ni estadounidense, dotado de una fuerte carga política. “Es una obligación del oficio hacerse responsable de cada signo que uno le ofrece al lector. Si uno va a intervenir la página en blanco, debe saber para qué”, declaró el escritor en una entrevista.

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La confusión generalizada tiene sus motivos: Herrera, también licenciado en Ciencias Políticas, vivió tres años en El Paso, pasando días y noches al otro lado de la frontera, en Ciudad Juárez. Pero lo hizo como residente de una escuela de escritura creativa, más como un etnógrafo literario que con afán documentativo. “Vivía en la frontera, veía muchos cantantes y pasaba mucho tiempo en lugares donde no es difícil encontrarse con dealers. O con consumidores. También veía gente que aunque no eran realmente capos del narcotráfico se comportaban como capos. Iba mucho a las cantinas y, como nunca he tenido auto, caminaba mucho”, contó alguna vez.

Una lengua rabiosamente viva, la voluntad de dar cuenta del mundo de hoy a través de la literatura, una capacidad asombrosa para construir imágenes poéticas (“El señor Hache sonrió de un modo siniestro, con la misma naturalidad con que entrelazaría las piernas una serpiente disfrazada de hombre”), una obra que recién comienza a desplegarse y de la que es dable esperar más. Pero, sobre todo, hay en Herrera una clara ética literaria, la voluntad de crear una nueva forma (personal: eso que algunos llaman estilo y otros sencillamente literatura) de narrar. Como dice el personaje principal de su segunda novela, Makina, sobre esa lengua que escucha en la frontera: “No es que sea otra manera de hablar de las cosas: son cosas nuevas. El mundo sucediendo nuevamente, prometiendo otras cosas, significando otras cosas, produciendo objetos distintos”.