El domingo pasado terminó una edición jibarizada del Festival de Cine de Mar del Plata. Hubo menos días, menos salas, menos películas y menos invitados que nunca. El INCAA, responsable de asfixiar un evento que siempre fue bienvenido por la Ciudad y los cinéfilos, decidió apostar en cambio al inminente Ventana Sur, un mercado internacional a celebrarse en Buenos Aires de utilidad dudosa y de costos formidables. Detrás de la decisión de privilegiar la compraventa de películas sobre su exhibición al público asoma una de las características del pensamiento burocrático: la idea de que mostrarles películas buenas, nuevas y que nunca serán exhibidas en los cines a los estudiantes y jubilados que llenan los cines marplatenses es una actividad sospechosa, demasiado ligada al placer para ser favorecida por un funcionario y, en cambio, subsidiar la “industria” es un legítimo objetivo de gobierno, aunque se gasten millones en pasajes business y hoteles de cinco estrellas para que numerosos invitados extranjeros vengan a hacer turismo. Todo burócrata, después de todo, sabe que los privilegios deben ser para los privilegiados.
Pero tal vez sea una maldición inherente al cine, al que el paso de los años no termina de conferirle respetabilidad. Así como darle películas a la gente es visto como un exceso cultural, tampoco resulta cultura suficiente. Es la única interpretación que se me ocurre para una iniciativa que tuvieron los organizadores del festival: incluir al final del catálogo una serie de cuentos de autores argentinos escritos especialmente para la ocasión. Es como si ese agregado le confiriera nobleza a una actividad que de por sí no la tiene, igual que ocurre con las transmisiones de fútbol por el canal estatal, que culminan con el engolado Alejandro Apo leyendo un cuento o un poema de tema futbolístico. La literatura funciona en ambos casos como coartada o como expiación.
La letra impresa tiene su importancia en el cine, donde el aporte de críticos, historiadores y académicos es parte de su desarrollo natural. De hecho, es un logro por parte del festival y de la burocracia cinematográfica nacional la edición del primer tomo (mil páginas) de las obras del legendario crítico y periodista uruguayo Homero Alsina Thevenet. Los responsables de la “idea, investigación y compilación”, Alvaro Buela, Elvio Gandolfo y Fernando Martín Peña, tienen asegurado por esa sola obra un lugar en el paraíso cinéfilo. En cambio, Santiago Llach, editor de los Cuentos de cine que nos ocupan, justifica su trabajo a partir del lugar común de que la palabra es la semilla que fecunda al cine mediante “la imaginación de los guionistas y los autores literarios”. A esta altura, es bastante sabido que los buenos libros suelen transformarse en malas películas y, por otra parte, el trabajo del guionista es al cine lo que la tarea de escribir en una pizarra los precios de las hortalizas al comercio de verdulería: nadie diría que ese trabajo no es habitual, pero tampoco que es fundante.
Llach cita luego a Manuel Puig para concluir que “es muy difícil pensar la literatura contemporánea sin tener en cuenta la historia del cine”, una vaguedad equivalente a la de afirmar que el teléfono celular es insustituible en la ficción actual. De todos modos, hay una peculiaridad en su propuesta que merece ser atendida: los cuentos están escritos a partir de una película del festival en cada caso, por lo que Llach puede ser acreditado como el inventor de la adaptación inversa, un género que tal vez tenga un mejor futuro que el de su antecesor. Por ahora, hay que decir que de los siete relatos, los de Mariana Enríquez y Cecilia Pavón dan ganas de ver la película respectiva, que el de Pablo De Santis es esmerado y ñoño, y que los restantes producen algunas molestias adicionales a la necesidad de leerlos en la minúscula tipografía del catálogo.