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Un país de burros y pavos, pero reales

Cuando los Kirchner decidieron “cambiar los métodos” para medir la inflación y la pobreza, minimizándolas, también le bajaron el precio a un efecto colateral llamado a hacer historia.

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Cuando los Kirchner decidieron “cambiar los métodos” para medir la inflación y la pobreza, minimizándolas, también le bajaron el precio a un efecto colateral llamado a hacer historia. Hasta hace una semana, las ya clásicas peleas entre los presidentes argentinos y sus vices solían estallar recién al año o año y medio de la gestión, y no un mes antes de ser electos, o sea, setenta días antes tomar el mando.
Repasemos:
▪ Eduardo Alberto Duhalde vs. Carlos Saúl Menem.
▪ Carlos Federico Ruckauf vs. el Menem reelecto.
▪ Carlos Alberto “Chacho” Alvarez vs. Fernando de la Rúa.
▪ Y hasta Daniel Osvaldo Scioli vs. los Kirchner, en el arranque del pingüinismo.
Pobre Julio César Cleto Cobos. Por ahora sin proyecto nacional propio, el radical K que escolta a la Primera Dama en la fórmula oficial terminó siendo el polemista menos pensado del Indecgate. Y percibió mucho antes de lo deseable que su futuro en el Senado puede ser bastante áspero, tras haberse endulzado durante años como gobernador mendocino con el flujo constante de las mieles fiscales.
Fiel a su estilo parco y monocorde (y acaso sólo porque los radicales mantienen un apego mayor que los peronistas a ciertos modales), Cobos sintió que no podía evitar su inquietud apenas el INDEC dio una inflación de 1,5% en su provincia cuando el organismo provincial que se encarga de medirla había comunicado un 3,1%. Quedó radicalmente herido, teniendo en cuenta que, en la Argentina, “radicalmente” quiere decir “sin exabruptos”.
Claro que el mesurado enojo de Cobos se vuelve anecdótico al dimensionar la gravedad del episodio, con sus derivaciones económicas, sociales y políticas. Porque las estadísticas no son sólo números fríos. De su buen uso dependen las proyecciones de cualquier plan económico, aquí o en la China, con sus consecuencias directas sobre la producción, los salarios, el nivel de empleo, las inversiones, las tarifas, los precios y el crédito, hoy retraído por falta de previsibilidad.
Cuando Alberto Fernández, guionista estrella del Gobierno, afirma que “en la Argentina no existe la inflación, porque no hay un alza generalizada de precios” no hace más que tomar por burros a los millones de seres que experimentan todos los días lo contrario frente a las góndolas.
También demuestra una excesiva confianza en que el aún verificable aumento del consumo masivo funciona como anestésico social y resulta el mejor aliado para un triunfo de Cristina-Cobos el 28 de octubre. Y ello implica tomar a quienes gozan de cierta sensación de bonanza por verdaderos pavos, pero pavos reales, o sea, regordetes y vistosamente emplumados. En síntesis: pavos al fin.
La manipulación oficial de los indicadores como si fueran plastilina es directamente proporcional a la actitud esquiva, cuando no hostil, de la Casa Rosada con la prensa. Desvirtuar la realidad u ocultarla en beneficio propio deben ser consideradas, a esta altura de la función, como elementos centrales de la estrategia pingüina.
No deja de resultar curiosa, sin embargo, la insistente negativa kirchnerista de lo obvio. Es como si todo se tratara, en el fondo, de una teatralización de la realidad donde el papel del héroe y el de la heroína consistieran en fabricar una distinta con sólo proponérselo.
Václav Havel, el dramaturgo que presidió la Checoslovaquia postcomunista, la partió en dos y condujo los primeros pasos de la República Checa fue, acaso, quien ahondó con menos prejucios en el parentesco de teatro y política. “El teatro es claramente una parte integral de la política, pero también puede convertirse en un efectivo instrumento de abuso”, dijo en 1996, para preguntarse de inmediato: “¿Dónde está el límite? ¿Dónde termina el admirable arte del apasionado discurso y dónde empiezan la demagogia y el engaño?”.
Los Kirchner no actúan teatro griego, ni clásico, ni under. Su reducido esquema de poder funciona, más bien, como una sitcom, esa manera light de hacer ficción en la tele nacida en los Estados Unidos, en los 60, con Yo amo a Lucy. Pocos protagonistas (un gobernante que nombra sucesora a su esposa y cuatro o cinco “primeras figuras” más), escenas rápidas que se resuelven en sí mismas a fuerza de gags y risas grabadas que los coronan, dando por hecho que el público está feliz. Para el caso, supuestos burros (hombres brutos, inciviles, rudos y de poco entendimiento, según la Real Academia) que aplauden a lo pavo (hombres sosos, incautos, ingenuos, cándidos y sin malicia).
Hablando de dramaturgos y política, decía el español Víctor Ruiz Iriarte: “El delito de los que engañan no está en el engaño, sino en que ya no nos dejan soñar con que no nos engañarán nunca”.
¿Quién dijo que soñar no cuesta nada? ¿El INDEC?