Hace un mes murió el primer artista que conocí: Julio Barragán, el padre de mi amigo Claudio. Al hijo lo conocí antes, en el Nacional Reconquista de Villa Urquiza. Era mi compañero de banco y fue el soporte de mi educación, o más bien el responsable de que no repitiera eternamente de año. Yo era un alumno de tres para abajo, y gracias a él alcanzaba el seis necesario para aprobar. Claudio era un alumno de diez, pero bajaba su calificación y perdía buena parte del tiempo soplándome las respuestas de los exámenes parciales. Además de esos perjuicios, algunos días de la semana le arruinaba las tardes pasando por su casa para copiar el contenido de las carpetas, porque era tan inútil en las mecánicas de instrucción elemental que desconocía qué era lo que debía anotarse y qué lo que debía dejar a un lado. Luego de hacer los deberes y de tomar la merienda que nos hacía Nieves, su madre ceramista, Claudio y yo íbamos al taller de su padre.
Julio Barragán trabajaba en varios cuadros a la vez: a lo largo de unos cinco o seis caballetes tenía dispuestos cinco o seis cuadros en distintos estados de composición. Se iba desplazando, agregando toques, pinceladas rápidas de color puro, de uno a otro, con un criterio que a mí me parecía a la vez preciso y desconocido, precioso. En cada pasaje, se plantaba ante el cuadro como si se tratara de un enigma que se resolvía en el toque futuro, y a la vez como el goce de cierto “fordismo”, un ideal de producción que celebraba artísticamente la idea de una noble industria. Yo veía esos estallidos de color, veía a un artista dándome un ejemplo de algo cuya naturaleza y sentido desconocía por entonces y nunca conoceré del todo y plenamente. Pero puede decirse así: Julio había arribado a una posición estética en la que la creación no era un problema sino un hacer cotidiano. Además, vivía de la venta de su obra. Yo miraba sus cuadros, observaba su modo de pintar, esa obstinada oscilación segura, y no dejaba de preguntarme si su práctica resultaba de una experiencia sensible que nacía del contacto instantáneo con el plano, o si él había llegado a una instancia en la que el resultado final estaba garantizado desde antes de ubicarse ante los cuadros.
Con sus pinturas se me planteó la alternativa de hierro, el signo de una elección obsesiva: ¿rompe un artista su forma básica y se desgarra en lo nuevo, o por el contrario lo que debe hacer es encontrarla, encontrar su “caja” y su límite, su nicho de producción, y acomodarse allí para escarbar hasta el fin en lo mismo, el perro y su hueso, en un universo acotado de significados?
A los 12 años Julio había empezado a pintar colocando como objeto de su estudio las reproducciones en blanco y negro que conseguía de El Greco. Pero como las imágenes que veía eran en blanco y negro, él inventaba sus colores, por lo que convirtió el desvío en ley y el color fue su descubrimiento, hasta que, a principios de los 60, el color, que ya predomina, aparece en forma de paisaje geométrico. Es un período luminoso, alejado del rasgo apocalíptico de los inicios. Su pintura se puebla de paisajes idílicos, cruza de la naturaleza y de lo urbano, que parece rescatar y exaltar el imaginario moderno y optimista de la época. Liberados del envoltorio geométrico, los colores abandonan el marco del dibujo y estallan.
Ese período de producción feliz se fue acotando. A partir de los 90, con la larga noche menemista, la pintura, entre otras artes, desaparece del horizonte de expectativas de la clase media. La obra de Julio, entre otras tantas, deja de venderse. El fetiche cultural se llama Miami. Pero Julio sigue pintando, como si lo que pudiera esperarse del mundo ya no existiera más que cuando se alza un pincel. Yo ya soy un adulto y cuando quiero ver a mi amigo no necesito pasar por el taller de su padre. Dejo de ver lo que hace. De alguna manera, mi interés por su obra acompaña el gesto de la época, pero no soy del todo insensible a la dramática enseñanza de esa voluntad que lo lleva a seguir pese a todo. A veces me pregunto si seguirá haciendo “lo mismo”.
Un día, o dos, o tres días después de su muerte, le pido a Claudio que me muestre las últimas obras que pintó Julio. Espero ver eso que creía ver bajo las figuras de siempre, y a cambio me encuentro con puntos, rayas que en la inmovilidad de su textura palpitan como si un paraíso personal se hubiera alzado más allá de toda muerte para advertir que el rumbo de lo nuevo no siempre es cuestión de elección, no siempre es cuestión de certezas.