De una entrevista que le hice a Mike Amigorena en 2014 hay una idea que no pude olvidar. Ante mi pregunta –bastante aviesa– sobre el conservadurismo que se les achaca a los mendocinos, replicó: “Conservar no es siempre malo. El mendocino conserva la hospitalidad, la buena mesa, la siesta y otras cosas que de negativas no tienen nada”. Yo había vivido en Mendoza durante un año y podía dar fe de la veracidad de esas palabras que, cada vez que vuelvo, reconfirmo. De hecho, hace un par de semanas estuve allí disfrutando de salidas soleadas y convites deliciosos. Uno de ellos fue en el estudio del gran dibujante Luis Scafati, en Vistalba, localidad que había sido mi hogar durante seis meses. Fue inevitable evocar ese período semirrural de mi vida durante la sobremesa y fue aún más inevitable mencionar al “Javier”.
En 2005, era fácil encontrar algo para alquilar en Vistalba. La familia López, de la que el Javier era hijo adoptivo, tenía una regia casita disponible al lado de la suya, rodeada de un jardín igual de regio con árboles frutales, huerta y todas las bellezas propias de la zona. El Javier estaba siempre atendiendo sus plantas y era sonriente y respetuoso. Mi hijo, que en ese momento tenía un año, dio sus primeros pasos gracias a él. Con risas, cantitos y otros recursos igual de tiernos, el Javier lo alentó muy competentemente a caminar solo.
Los seis meses en Vistalba pasaron rápido, y el año entero en Mendoza también. Reinstalada en Buenos Aires y con mi hijo en la primaria, el Javier apareció nuevamente a través de una noticia publicada en la sección Policiales del diario Los Andes. Había ido preso por contratar a un sicario que mató a los López, sus padres adoptivos. El móvil: cobrar la herencia. Ese hombre que amaba la naturaleza y avivaba la confianza en los niños era, también, un parricida. Lo bueno y lo malo, lo bello y lo abyecto, lo que se conserva y lo que se descarta, coexistiendo en la misma persona.