¿Alguien le habrá avisado a Macri que –con o sin su visto bueno– Santa Fe en doble mano no estaría funcionando? Salvo que el plan haya sido cumplir el sueño de amurallar el norte de la Ciudad; en ese caso, la avenida es un límite natural perfecto, ya que se hace imposible cruzarla en punto alguno. Los conductores llegan, observan el complejo entramado de palitos y señales, las idas y vueltas de la calle Borges, Darregueira, y las traidoras Güemes y Mansilla, que se han entregado al enemigo, y así los automovilistas dudan sobre el horario en el que pueden doblar a derecha o izquierda, se les hace un coágulo en el cerebro, el semáforo corta inapelable y así se detiene el mundo, que puja detrás a bocinazos. Yo ya no cruzo Santa Fe; me he despedido del río y de los verdes parques, y del lacustre Rosedal. Ya está, se los quedaron los ricos para siempre. Me quedaré con Plaza Miserere y sus cánticos evangelistas; es lo que Azar me ha dado.
Alguien también le debería avisar que el plan de construir en Parque Las Heras un estacionamiento subterráneo con tintes vecinales (cocheras para los vecinos que demuestren vivir en un radio de cuatro cuadras y que no tengan garaje) va a dejar a esos mismos vecinos con 140 árboles de menos. Me alegra saber que los propios vecinos (que podrían tener cierto interés mercantil en las tales cocheras) se están movilizando. Las vallas están grafiteadas. Incluso los taxistas que cruzan el predio te cantan la posta: el excavado no sólo afectará las raíces del tímido bosque secular, sino que el cemento inesperado cortará además las napas subterráneas y el agua de lluvia, igual que los obnubilados que no logran cruzar Santa Fe, se anegará allí donde caiga. Ya no tendremos bosques, pero probablemente sí lagos y pantanos.