No existe impresión más honda que la que proporcionan las ficciones, porque escarban en los fantasmas del viejo pasado y nos anuncian el signo de lo que nos depara el destino. Así como para Oscar Wilde la gran tragedia de su vida fue la muerte de Lucien de Rubempré, un personaje de Balzac, las dos grandes escenas de la literatura que me marcaron para siempre se las debo a Virgilio y a Sófocles. Y quizá ambas sean la misma. En La Eneida, Virgilio cuenta cómo Eneas huye de la Troya en llamas que saquean los aqueos. Su destino es fundar el imperio de los imperios, Roma. Pero para escapar de Troya, debe cargar sobre los hombros a su padre, cuyas ancianas piernas son tan débiles que no puede caminar. En la segunda escena, un Edipo viejísimo y ciego camina lento hacia su muerte y su bastón y su lazarillo es su hija, Antígona.
Por el momento aún no me toca vivir en carne propia alguna variación de la segunda escena. Pero sí experimenté en la propia piel, los propios hombros, junto con mi hermana, el esfuerzo de cargar con un padre que ya no puede valerse por sí mismo. El recuento de esa situación, cargada de angustia y de trámites en obras sociales, certificados, clínicas, médicos, cuidadoras, erogaciones e internaciones, no debería parecerse a una queja.
En el curso de los días uno descubre los límites de su amor y de su paciencia, y debe medir, por sí mismo y por los demás, su voluntad de sacrificio, uno se acerca o separa de las personas. Y eso lo cambia todo. Desde entonces, mi padre, cuyo ser se resumía básicamente en el capricho, la distancia y la autonomía, tal vez por debilidad se dulcificó, y enfrentó su dificultad para hablar y entender y los progresivos impiadosos derrumbes de su cuerpo con la dignidad y la reserva de quien no quiere entregar a los demás la totalidad de su peso. En estos años, la necesidad forjó entre mi hermana y yo una alianza llena de litigios pero durable, donde se balancea siempre el equilibrio de la carga.
Mi padre y sus propios hermanos siempre fueron muy unidos. Siendo diferentes entre sí, tramaron juntos su vida comercial, y luego de que ésta concluyó, y a partir del incidente médico, Benjamín y León lo visitan al menos una vez por semana. Con el paso del tiempo, sas visitas, esos encuentros, empezaron a hacerse en mi casa. Yo cocinaba para los tres hasta que me hicieron saber que preferían el alivio y la variedad de un restaurante, y después tocaba el café y la resurrección de una costumbre, la vuelta de un juego: el dominó. Ya conté cómo, jugando, mi abuelo se sustraía tanto a los mandatos del mundo que una vez que le rogué que me defendiera de una banda de basquetbolistas enfurecidos no me habló, no me miró siquiera, y siguió jugando. Ahora es distinto. El dominó parece un juego sencillo, pero para jugarlo bien hace falta no sólo suerte, sino también memoria, estrategia y cálculo. Mis tíos saben deducir las fichas del adversario por su juego, por la contabilidad de las fichas depositadas sobre la mesa, y juegan para ganar, básicamente, divirtiéndose con estimular o defraudar las expectativas de su rival. Mi padre todavía maneja las variables principales, aunque a veces se equivoque en la lectura de los números. Yo, sinceramente, tengo poca idea. Me alcanza con la módica satisfacción de encontrar entre mis fichas aquella que coincide con las que está puesta en uno u otro extremo de la hilera, y por lo general entro en una especie de estado hipnótico, entre el éxtasis y el sueño, efecto de la sucesión rítmica de los movimientos. La escena, por lo general, se completa con risas, café, y tangos viejos que mi padre acompaña cantando. Cuando le toca a él ganar, se encoge de hombros y ríe y atribuye el éxito a la casualidad.
Al principio, aquellas reuniones me resultaban temibles, como si corriera el riesgo de verme atrapado en una situación de la que tal vez no podría escapar. Con el paso de los meses y de los años, en esa escena de ínfimas variaciones, en el amor por mi padre y por mis tíos, que nos junta bajo el techo provisorio del juego y nos sustrae a los maltratos del tiempo, encuentro un poco de paz.