Los detalles pueden ser inexactos, pero el contenido emocional de la anécdota permanece intacto. Hace unos años, cuando mi hija era chiquita y quería que le comprara algo (ya fuera un juguete o ropa), sostenía la prenda o el objeto entre sus manos, lo analizaba y lo comparaba con otro, se fijaba en la trama y la textura y en la etiqueta y concluía: “El precio es muy conveniente, ¿no?”. Esa simulación de cuidado por la economía familiar me quedó como una marca y el otro día, revisando libros en los anaqueles de la feria de Plaza Italia, pensé que el precio era muy conveniente cuando por mil pesos compré una biografía de Cleopatra, otra de Julio César, la tercera de Carlomagno y la última de Alejandro Magno.
Por supuesto, leí primero la de Cleopatra, firmada por Emil Ludwig, un contemporáneo del gran Stefan Zweig. La descubrí llena de observaciones deliciosas y conducida narrativamente por un criterio tan errático como impetuoso, que no repara en las contradicciones flagrantes con las que se construye las semblanzas de sus personajes. Leer, ahora, biografías como novelas, novelas como las de antes, permite abolir los imperativos del presente para pensar las viejas formas nuevas de la literatura del futuro.
Después pasé a la biografía de Julio César para continuar la ilusión de la saga. Como sabemos, César fue el primer hombre de verdad de la griega seductora que fue reina de Egipto. Su autor, el alemán Hans Opperman (Opperman: ¿hombre superior?), que peleó durante la Primera Guerra Mundial y prosperó académicamente por los años de la Segunda, cuenta entre sus páginas con un textual un tanto inquietante, donde coloca en serie a Napoleón, Alejandro Magno, a César y a Hitler y los califica de grandes hombres, como si la atribución de grandeza estuviera en relación con los crímenes que se precisan para la expansión de los imperios, o como si creyera que hay una grandeza que excede a la consideración de las minúsculas vidas anónimas. Un dato más: Oppermann inventa que en las guerra de las Galias Julio César inventó las guerras de trinchera que él padeció durante su propia experiencia bélica, y uno no puede menos que pensar que la guerra de trincheras define hoy la lucha de posiciones de la actual política argentina.
Y ahora el límpido cuento, la anécdota cruel que Hans Oppermann refiere.
Iba don Cayo Julio César camino de Oriente, surcaba el Mediterráneo rumbo a la escuela de Rodas donde enseñaban a pulir la oratoria, cuando lo capturó una banda de piratas, de aquellas tantas que asolaban el mar, y pidieron por él rescate. Por aquel entonces, cuando se trataba del secuestro de un ciudadano romano, las ciudades costeras del Asia Menor estaban obligadas a pagar la suma pedida, que en este caso y en primera instancia fue de veinte talentos (cada talento equivalía a 32,3 kg de plata extraída de las minas).
Cuando César se enteró del número o peso reclamado, se burló de sus captores, les dijo que no sabían a quién tenían entre sus manos y exigió que lo tasaran en cincuenta ( la inflación del ego produce esos deleites que son el pan y la sal de los biógrafos). Y mientras su séquito iba a buscar los pesos del rescate el permaneció entre los piratas y se comportó como si fuera su rey. Se asoleaban en cubierta, los obligaba a respetar su sueño y les leía sus poemas, y si los pobres ladrones del mar no apreciaban de manera adecuada los méritos de su obra lírica los apostrofaba: “¡Son ustedes unos brutos y unos incultos!”
Finalmente, el rescate apareció y los honestos piratas decidieron soltarlo. Ya en la partida, César se despidió con una amenaza: “Haré que los ahorquen”, dijo. Hombre de palabra, fue a marcha forzada hacia Mileto, reclutó soldados, fletó barcos y atacó y persiguió a los piratas y los enfrentó y los venció y recuperó sus cincuenta talentos y además se quedó con todas sus posesiones. Después los encarceló y luego los hizo crucificar. Piadoso, en ese momento final ordenó mitigar el dolor ordenando que previamente los estrangularan.
Un hombre de palabra.