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Lochner el apestado

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Por uno de esos azares asociativos, el desfile automotriz del 17 y de su recua de clamantes por el derecho de contagiar y eventualmente fallecer en beneficio de causas diversas (Vicentin, Clarín, la reforma Judicial, K-chorra, Bill Gates agente de la Mossad, el macrismo, el antiperonismo, quemen los barbijos, dinamiten el Banco Central, etc., etc.), me llevó a recordar la infausta historia de Stephen Lochner, pintor de temas religiosos.

Morir apestado a los cuarenta y un años resultó incomprensible para alguien que, como él, quiso representar la poesía de la existencia a través de una naturaleza entendida como creación celeste. Nacido en Meersburg, Alemania, en 1410, creyó que el mundo físico y el mundo sobrenatural podían confluir dentro del marco de su pintura, apartados de cualquier turbación emotiva y bañados por una transparencia metafísica obtenida gracias a una sabia dosificación de óleos chirles y dorados all oro que representan a la Santísima Trinidad: Dios como un misterio y como un material precioso al que da forma el magisterio de su pintura. Es que la religión imparte su enseñanza a los persuadidos de antemano y con su divinidad tripartita borra toda tentación de representación realista, por más que el artista cuente con los recursos suficientes para alcanzar ese resultado (si Dios es Uno y Trino, bien podría ocuparse la música de evocárnoslo mediante la imitación del canto de un pájaro, y no con el tosco recurso de encajarle al Espíritu Santo la imagen de una paloma, que solo saben zurear). En cualquier caso, en la pintura de Lochner las leyes de la perspectiva se disipan o suspenden para mejor expresar los contenidos de orden religioso. Así, que un pecador sea siempre en sus cuadros desproporcionadamente pequeño resulta signo suficiente. Desde la perspectiva del pintor, la serie de adecuaciones o subordinaciones de su forma artística al criterio superior de la fe habrían debido derivar en una carta o bula o cualquier otra garantía de salvación. Pero esto no ocurrió, y es fácil imaginar su desconcierto cuando el primer chancro creció bajo su axila y la piel empezó a rajarse y a soltar su ácida pestilencia y él tembló de dolor y espanto y la familia y los amigos se apartaron de su lado. ¿Se esconde un artista tras de su obra? Puede que sí, puede que no. Por algún motivo, antes de aniquilarlo, la peste se demoró en Lochner como si su lento despliegue buscara espejarse en el encantamiento negro y engolosinarse en su mortificación. La enfermedad hizo su juego, suspendiéndose, tejiendo su larga red, y él creyó que nunca moriría de verdad y transitaría por el mundo como un espectro inmortal. Pero era el delirio y eran las arañas cebándose en su mente. 

Buscó la cura mágica en las palabras de los sacerdotes, que se apartaban de él, y bebió de a tragos salvajes el vino de los cálices y el agua bendita de las pilas bautismales. Devorado por la fiebre, huía de enmascarados pájaros caminantes de cuyos picos brotaban fumaratas (los médicos de la peste). La muerte era ley y ya no alcanzaban los vivos para enterrar a los muertos; los padres abandonaban a los hijos y los hijos encendían fogatas para quemar a los padres. En su delirio, Lochner visitaba de noche los cementerios y desenterraba calaveras para sorber el relente de sus médulas. A veces se adormecía en su estudio y se sangraba para despertar. Vomitaba. La fiebre no cedía. La cefalea no lo dejaba pensar. Un cliente judío que había comprado uno de sus cuadros le sugirió que asignara números y letras a cada elemento de su pintura (Aleph-Rojo/3-arco gótico) en procura de un arte combinatoria que revelará el verdadero nombre del dios de la curación. 

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En su última obra, La adoración de los reyes magos, Lochner, que amaba profundamente los antiguos fondos dorados y los colores desmaterializados, marcó los pliegues de la tela multicolor por medio de estrías de sombra, entre las cuales destellaba, como un punto dorado, la firma del autor. 

A su turno, Stephan Lochner fue encontrado muerto, con el cuerpo vuelto un entero chancro del que brotaba un líquido infecto en el que abrevaban las ratas.