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Guardi el profético

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| Cedoc

Ahora que por amor o imitación de su mentor viajero el fúnebre Pichetto (con su bello nombre de pintor, Miguel Ángel), acusa de cultores de la muerte a los médicos que piden preservarse, bueno es recordar a un artista ha tiempo olvidado. Francesco Guardi (1712-1793) vivió buena parte de su vida supeditado a su hermano mayor Giovanni Antonio, dueño de un taller de pintura que producía copias de cuadros de los siglos XVI y XVII, retablos para las iglesias de provincias, telas con temas bíblicos, romanos y caballerescos para decorar palacios, pinturas decorativas con flores. Mientras Giovanni Antonio pintaba las partes centrales y guardaba para sí lo central de la venta, Francesco asumía las partes marginales y los fragmentos de paisajes. 

Fallecido Giovanni Antonio, Francesco siguió pintando paisajes y caprichos, como si la mano del amo siguiera apretujándole fraternalmente la nuca. En esas desmesuradas torres enhiestas que surgen de sus obras anodinas, la crítica psicológica encuentra un anhelo de potencia que la materia pictórica no legitima. Durante el resto de su vida se deja poseer por una combinación de realidades y fantasías que es la locura de los turistas extranjeros que buscan en Venecia la sangre la pasión y la muerte que prometen los vahos pestíferos de sus canales y el exotismo de sus máscaras carnavalescas, en una evocación espectral de la estupidez de la sociedad de su tiempo, que a la vez refleja la estupidez de todas las épocas pasadas y futuras. Son célebres sus escenas de danzas cortesanas en vastos palacios estilo rococó donde cuelgan brillando las arañas y las personas parecen ridículos témpanos o metrónomos que bailan con el viento. Inventor y a la vez destructor de la pintura neoclásica, antes de su fin descubre el trazo quebrado, la furia lacerante, la pintura disuelta y rota en el reflejo podrido del agua. Muere recibiendo la extremaunción de manos de su hijo Vincenzo, sacerdote de parroquia.