Está decidido. Voy a dejar de escribir. Que nadie proteste ni aplauda. Uno no debería seguir haciéndolo después de los 60 años. La difundida creencia de que existe un período tardío, en el que un autor, perdida buena parte de sus facultades creadoras, se encuentra en compensación con el asunto verdadero, el núcleo, la esencia de su arte, sin adornos ni fiorituras (y también sin la energía, la luz exuberante de la juventud), no es más que un autoengaño que alimentan ancianos decrépitos como yo para consolarse con una idea de una nueva oportunidad: la última. Con esta diferencia: yo ya no creo en nada. De hecho, mi decadencia empezó hace más de treinta años. Hay una diferencia abismal entre mi primera novela (pésima), la segunda (bastante mejor, aunque no gran cosa) y las que vinieron luego. Con la segunda alimenté durante un tiempo esperanzas de un progreso indetenible, de un aluvión ascensional, pero luego vino el derrumbe. Ya es hora de ser discreto y aumentar mi colaboración con el olvido suprimiendo futuros textos innecesarios (“que los glaciares del olvido me arrastren y me pierdan, despiadados”).
¿Por qué seguí, de fracaso en fracaso? Por narcisista y porfiado. Por creer en la existencia de segundas, terceras oportunidades, cuartas, infinitas. Alguna vez tenía que embocarla en el aro del talento, sino del genio. Pero no ocurrió. Si alguien advierte la diferencia entre buscar y conseguir algo, ese soy yo. O quizá no sea cierto. La diferencia no se consigue con esfuerzo, se nace con ella, se tiene de antemano, antes de escribir el primer palote. Los dotados llevan su obra como si fuera volando, la levedad del arte, la gracia es su signo y su bien. Si no, míralo a Maradona en el 86. Yo, en cambio, creí siempre en el valor de la densidad, la ilusión de la profundidad, pero ese valor presunto tampoco me tocó en suerte. Así floté entre dos extremos, una nada sin alas anadeando con cloqueos de auxilio, esperando la salvación.
Y en cuanto al tema de la calidad, ese bien tan opinable, esa apuesta tan perversa… Tan, pero tan malo no fui… Aunque en la comparación con mis expectativas se abre un abismo sin fondo. Comparemos. De memoria podría citar a veinte, cuarenta, ochenta autores locales vivos mejores que yo. Y si me siento y hago una lista la cifra se vuelve interminable, tendría que armar un pelotón de fusilamiento retórico para achicarla un poco (no quiero darle ideas a los periodistas de televisión, que por otra parte ya la practican).
Pero ¿es lo mismo anunciar el retiro que retirarse? ¿No supone esa proclamación estridente la secreta esperanza de un retorno glorioso? Sería mejor que alguien verdaderamente inflexible me cortara los dedos con una tenaza, uno por uno, haciéndome sangrar y cauterizándome la herida, luego me cortara las piernas, porque si hay casos de artistas sin manos que pintan con los pies podría darse también la aparición de escritores pédicos: una literatura con olor a pata. Después, ese justiciero anónimo debería arrancarme la lengua para sustraerme a la tentación de dictar, y por último, atento a los progresos de la tecnología, tendría que sacarme los ojos, porque tipos como Hawking y Piglia, sometidos al horror de la peor enfermedad, registraban letra a letra sus palabras con la ayuda de una máquina. El genio es la invalidez. Pero es mi caso. Entonces. Supresión completa de los recursos pero no la eliminación de la vida, porque la sobrevivencia da testimonio. De algo que no se bien qué es. Quizá, ya sin el castigo perpetuo de insistir, podría ser de nuevo feliz, como no lo fui nunca.
Nota: creí que al impulso de esta falsa renuncia surgiría un texto nuevo, que a impulsos de la negación una dialéctica optimista me enviaría de nuevo a los brazos de la literatura: esa mujer que nunca dijo que no pero nunca me dio todo lo que esperaba, pero que tal vez me dio más de lo que podía, siendo yo su receptor. De hecho, hay un mundo de paradojas banales donde escribir que uno deja de escribir equivale a desmentir la promesa. O sea… Lo intenté. Pero como aun no di mi palabra plena ni me rompí del todo, lo seguiré intentando y mañana será otro día. ¡Qué alegría!