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Damas bravas

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| Cedoc

Obviando el caso de Giacomo Casanova, un fabulador genial que hace pasar todos los géneros narrativos por relato autobiográfico y todas sus proezas sexuales imaginarias por recuentos pormenorizados, los grandes galanes de la ficción literaria son hombres feminizados, a quienes no cuesta trabajo pensar como mujeres arquetípicas  “de las de antes”. 

Genji, a quien su autora, Murasaki Shikibu, llama “el príncipe resplandeciente”, es tan bello como una dama y más sensible que una monja de clausura; todo lo afecta hasta el extremo de las lágrimas –aunque a veces es cruel en el olvido de sus conquistas–. En Rojo y Negro, su protagonista, Julián Sorel, se la pasa ruborizándose y palideciendo hasta el borde del desmayo, y desmayándose también. Sus arrestos viriles son ataques de histeria, su pasión por la carrera militar y por Napoleón no responden a la identificación (imposible) ni a la ambición ni a la política sino al amor por figuras tópicas de la masculinidad (argumento de la realidad en contra: Napoleón era petiso, eyaculador precoz y cornudo). Su romance con madame de Renal es una larga pasión lesbiana y en su vínculo romántico con Matilde de la Mole, ella es la que desempeña el papel masculino. Lo mismo pasa en la siguiente novela de Stendhal con su protagonista, Fabricio del Dongo. Cuando quiere ser un guerrero, los soldados se le ríen en la cara. Es un protegido de su tía, y su carrera de conquistador serial comienza cuando es prisionero en una torre, y por lo tanto abstinente como una virgen, y su mayor éxito es cuando, convertido en sacerdote, se vuelve una especie de femme fatale que cultiva el corazón de las damas fascinadas por su apostura. 

¿Qué pensar del famoso vizconde de Valmont de otra novela cumbre, Las relaciones peligrosas? Su carrera de playboy es fruto de la desesperación y se sacrifica al escrutinio de su dominatrix, la marquesa de Merteuil?

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Se podría reescribir buena parte de la literatura universal desde esa perspectiva.