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recuerdos

Allá lejos y hace tiempo

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| Cedoc

Hace muchos años, digamos tres siglos y medio, un poderoso monarca de un país europeo decidió que una de las mejores formas de hacer sentir su primacía sobre el resto de los monarcas del planeta consistía en demorar el recibimiento de sus embajadores, legatarios o simples enviados. Ya vinieran de Oriente o de Occidente, ya vistieran turbantes y túnicas de seda del color de los papagayos o lucieran casacas de terciopelo y sombreros de ala ancha y pluma blanca, ya trajeran regalos suntuosos y exquisitos, joyas preciosas e inapreciables, arcas repletas de monedas de oro, o un simple, exótico, acorazado, puntudo, perfumado ananá, el monarca los hacía esperar días semanas meses y hasta años. De acuerdo a la importancia del país del que provenían, estos altos dignatarios eran alojados en pequeños sucuchos húmedos y oscuros o en grandes decorados lujosos aposentos; los primeros languidecían en la espera, sin recibir visitas, perdiendo día a día la esperanza de ser recibidos, sintiendo que eran castigados por una incorrección, un inconveniente o una culpa cuya naturaleza desconocían; los segundos recibían a diario la visita de un funcionario de la corte, que les avisaba que pronto, prontísimo, tendrían el honor de ser atendidos por el soberano, y entretanto eran  tratados  a cuerpo de rey: comían de lo mejor, los visitaban los mejores sastres del país y por las noches, cuando estaban a punto de dormir, bien dispuestas y hermosas cortesanas golpeaban las puertas de sus cuartos. 

En algún momento, unos y otros comprendían que habían vivido en medio de un sueño, en la promesa de un acontecimiento y una fabulación: lo recibido o negado, la expectativa o la decepción era todo lo que recibirían, porque el monarca había decidido de antemano que no necesitaba nada, ni de ellos ni de nadie, y que nada quería dar a cambio. No sé por qué, esta historia me recuerda a nuestra Suprema Corte de Justicia.