COLUMNISTAS

Un premio no positivo

Todos los años para esta fecha las redacciones se alborotan por anticipado ante el anuncio del Premio Nobel de Literatura. Sus responsables saben que tendrán que salir a buscar a alguien que haya leído al ganador o que, al menos, haya oído hablar de él.

|

Todos los años para esta fecha las redacciones se alborotan por anticipado ante el anuncio del Premio Nobel de Literatura. Sus responsables saben que tendrán que salir a buscar a alguien que haya leído al ganador o que, al menos, haya oído hablar de él. Saben también que ese escritor será casi con seguridad de segundo orden además de perseguido político, miembro de una minoría, ciudadano de un país remoto, o estará al menos comprometido con la causa del humanismo y la corrección política.

La larga lista de los Nobel revela más omisiones que aciertos y un número considerable de disparates. Sin embargo, cada vez que vemos el nombre del elegido en la tapa del diario nos ataca una especie de remordimiento bajo la sensación de que acaso nos hayamos perdido algo, aunque más no sea la posibilidad de sorprender a nuestros familiares y amigos con la afirmación de que hemos leído al flamante Premio Nobel. Así, movido por la culpa, cada vez que anuncian al ganador salgo a comprar algún libro suyo y en ocasiones lo leo. En la última década, el Ensayo sobre la ceguera, de Saramago, me hizo pensar que Ernesto Sabato estuvo cerca, fui derrotado por las traducciones de Jelinek, aprecié la crítica literaria de Coetzee y la prosa de Kertész, padecí la de Ohran Pamuk, me negué a releer a Harold Pinter y no tuve voluntad para Naipaul ni para Lessing.

Pero esta vez cumplí, y una semana más tarde del anuncio ya había leído un par de los libros de Jean-Marie Gustave Le Clézio que las librerías ofrecen para felicidad de los consumidores de novedades. No sabía nada de Le Clézio, salvo que en la fotografía se parece al periodista Marcelo Zlotogwiazda. Empecé por el libro más chico, El africano (2004), en el que el autor recuerda su infancia en Africa. Le Clézio exhibe allí, como corresponde a un Nobel, su piedad por el destino del continente y su desprecio por el colonialismo, y nos avisa desde una escritura un poco rebuscada que no busca la nostalgia ni el exotismo. Sin embargo, esas declaraciones no evitan la sensación de que el libro se sostiene justamente en base a una dosis excesiva de nostalgia y exotismo y de mistificación de su experiencia infantil.

Algo decepcionado, la emprendí entonces con Urania (2000), cuyo título designa a la musa griega de la astronomía y la astrología. Se trata de una obra edificante y esotérica, el género de la saga de Don Juan de Carlos Castaneda pero en versión solemne. De hecho, Urania parece más bien una mezcla de Juan Salvador Gaviota con Las venas abiertas de América Latina. “De mi madre he heredado la convicción de que la realidad es un secreto, de que es soñando como se está cerca del mundo”, empieza diciendo el protagonista, un geógrafo francés que se encuentra en México con un adolescente que le habla de Campos, una comunidad en la montaña mitad hippie, mitad justicialista, donde “los niños ocupan los sitios de privilegio” y la escuela “es todo el tiempo, de día, de noche, todo lo que decimos, todo lo que hacemos. No está en los libros ni en las imágenes, es de otra manera”. En Campos los hijos eligen a sus padres, no se come carne y se bebe en ciertas noches una sustancia misteriosa. El líder es un tal Antonio el Consejero, un homónimo del de la novela de Vargas Llosa. Los malos son los burgueses rurales de la zona y los académicos desalmados. Le Clézio practica una caricatura de intertextualidad, y así llama a sus personajes con nombres de escritores o nos asegura que ha leído a Proust. También alterna la ciencia ficción pomposa a lo Stapledon y Sturgeon con el discurso ecologista, y su ensalada no deja afuera ningún tópico de los que aseguran que el autor se preocupa por la triste suerte del mundo al que enfrenta desde lo más hondo de su cursilería. A juzgar por sus últimas obras, al menos, Le Clézio resulta un escritor para adolescentes que ni la Academia Sueca debería tomar en serio.