Se acaba de publicar en la Argentina Diálogo de conversos, cuyo prólogo local empieza así: “Esta semana dos cosas espléndidas ocurrieron en América Latina”. Las dos cosas son el triunfo de Macri y la aparición de este libro en Chile, donde lleva varias ediciones. Quien firma el prólogo es Mario Vargas Llosa, y los conversos que dialogan son Roberto Ampuero y Mauricio Rojas. Anticipo muecas desdeñosas y hasta algún ataque de ira incontrolable frente a este comienzo que hiere los corazones progresistas, pero sorprende que alguien ponga la edición del libro al mismo nivel que una victoria política del liberalismo. Porque de eso se trata la conversión de quienes conversan. Tanto Ampuero (Valparaíso, 1953) como Rojas (Santiago, 1950) no sólo abjuraron de su militancia comunista en los 70 (Ampuero en el PC, Rojas en el MIR), sino que reorientaron su pensamiento hacia las ideas liberales. No se trata de renegados ni de apóstatas, sino de verdaderos conversos que han reemplazado un credo por otro.
Los caminos de Ampuero y el de Rojas fueron distintos, pero ambos terminaron cerca del gobierno de Sebastián Piñera, uno como ministro de Cultura, el otro como autor de un libro de conversaciones con el ex presidente. Ampuero estuvo exiliado en Cuba y en Alemania oriental, dos experiencias dramáticas sobre las que ha escrito ficción y no ficción. Rojas fue a parar a Suecia y su deserción del marxismo fue teórica: estudió filosofía, se convirtió en académico y en miembro del Parlamento sueco. La primera parte de Diálogo de conversos es más previsible. Allí se cuentan las historias personales y se formula una autocrítica por haber despreciado la democracia, admirado regímenes tiránicos y abrazado sueños que sólo condujeron a la muerte propia y ajena. Pero luego el libro intenta algo ambicioso: precisar cuáles son los alcances del liberalismo que sus autores predican, análisis que reconoce que se trata de una doctrina exótica en Latinoamérica, cuya difusión tropieza con el hecho de que “el pensamiento de la centroderecha es muy lineal y simplista”. Esta afirmación de Rojas (el más profundo y sofisticado de los interlocutores) se hace evidente, por ejemplo, frente a la retórica que en nombre del liberalismo predomina en las redes sociales y que funciona como espejo del furibundo dogma populista-leninista. Los liberales de Twitter suelen caer en un arribismo adorador del mercado y en un tratamiento paternalista de la pobreza: sus sueños de rígida ingeniería social no los distinguen demasiado de sus adversarios. Rojas y Ampuero, en cambio, intentan pensar en una sociedad civil que refuerce la libertad de sus miembros, que la haga verdadera y no abstracta a partir de sus vínculos asociativos y solidarios.
El dilema de los liberales es cómo interesar a los ciudadanos en un pensamiento que no propone un remedio simple e inmediato para la insatisfacción social. Cómo lograr que los jóvenes intelectuales y artistas no sigan siendo zombis manejados por la izquierda radical ni prescindentes absolutos en materia política. Es interesante al respecto comprobar la encrucijada de los nuevos narradores chilenos frente al pasado horrible de un país cuya mejora económica no ahuyenta los fantasmas. De todos ellos, no he leído ninguno al que le interese un diálogo con las ideas liberales.