La situación en Libia es un embrollo y su final incierto. Bien puede ocurrir que Muamar Kadafi siga en el poder después de la crisis y que continúe aterrorizando a sus compatriotas por otros veinte años. La intervención extranjera –tardía y cuestionada– no tiene un objetivo claro ni una estrategia compartida por los participantes. Apenas logró evitar, por ahora, la victoria definitiva del astuto dictador después de un desigual combate contra civiles mal armados cuya única seguridad es que están hartos de él. Kadafi atacó a los rebeldes con los aviones y los tanques que le suministraron los países que hoy lo critican después de haberlo investido como la garantía de Occidente.
Los sucesos libios han producido reacciones y alianzas extrañas: la derecha republicana está contra la intervención al igual que Fidel Castro, Berlusconi participa de las operaciones pero “siente lástima por Kadafi”, el rey de Arabia Saudita apoya el final del régimen en Libia mientras ayuda a reprimir las protestas populares en Bahrein. Los discursos de Obama y de los otros líderes de la Coalición son contradictorios: hablan de la necesidad de actuar para proteger a los civiles pero la relativizan con dudas y restricciones. Los noruegos no actuarán si la NATO no se pone al mando, los españoles tienen prohibido tirarle a los tanques, no hay coincidencia sobre los límites para las acciones armadas salvo la autoprohibición de enviar tropas terrestres.
El resultado de actuar sólo por aire es un engendro según todos los analistas militares y la consecuencia es que, mientras continúan los bombardeos con eficacia dudosa, los aliados no han logrado hacer llegar auxilio ni ayuda humanitaria a los sitiados por las tropas de Kadafi.
Ningún jefe de Estado parece saber exactamente qué decir al respecto, salvo Sarkozy, que juega a ser el heredero de Asterix, y Chávez, el gran amigo de un autócrata con el que comparte el histrionismo. La mejor prueba del generalizado desconcierto es que el canciller argentino ha cortado su seguidilla de exageraciones para expresarse tibiamente. La izquierda populista y la derecha nacionalista –las ideologías que más se hacen oír en la Argentina– están de acuerdo en que hay que dejar que Kadafi continúe asesinando y torturando. Invocan para ello la vieja retórica de la autodeterminación de los pueblos, que en la práctica consiste en el derecho de los tiranos a oprimir a sus pueblos. Citan en su apoyo los nombres mágicos de Vietnam, Santo Domingo o Irak.
Del otro lado se le responde con otros talismanes: Múnich, Sarajevo, Ruanda. En el fondo, es como si la diplomacia y las relaciones políticas internacionales no hubieran logrado adoptar un lenguaje acorde con los tiempos. La falta de conceptos adecuados se revela en el discurso de Obama, cuyas frases oscilan, sin decidirse, entre la defensa de los derechos humanos y la negación de los actos imperialistas de otros tiempos.
Pero contrariamente a las teorías conspirativas que se invocan por pereza intelectual y a falta de otras mejores, lo que ocurre en Libia no es una consecuencia de un calculado intento de quedarse con el petróleo, sino de la mera improvisación. Tanto las potencias occidentales como los defensores de vagos socialismos de este u otro siglo se vieron completamente sorprendidos por lo que ocurre en los países árabes desde que el 18 de diciembre el tunecino Mohamed Bouazizi se prendió fuego en una ciudad de provincia. Desde entonces dos dictaduras han caído y varias tambalean. En pocos días se evaporó el mito racista –tan cómodo a izquierda y a derecha– de que los países de mayoría musulmana quieren regirse por el Corán, desprecian la democracia y disfrutan de ser gobernados por monarcas absolutos y dictadores vitalicios. Las multitudes que siguen reclamando participación política y mejores condiciones de vida en Argelia, en Marruecos, en Siria, en Bahrein o en Yemen –y las que seguirán su ejemplo en todo el planeta– presentan para los líderes de Occidente un desafío que no saben cómo encarar. Sus balbuceos no han sido brillantes, pero el mundo ha empezado a preguntarse si las dictaduras no son más que un residuo del pasado.
*Periodista y escritor.