COLUMNISTAS
gallardo

Un técnico, una sociedad

“Entiendo el reglamento e incumplí una regla, pero te quitan la libertad de trabajo”. Desafiante, Marcelo Gallardo justificaba así, tras la épica victoria de River sobre Gremio de Porto Alegre, el martes pasado, su entrada en el vestuario durante el entretiempo, transgrediendo la prohibición con la que había sido castigado por una infracción anterior.

20181104_gallardo_afp_g.jpg
Transgresor. “Creó su propia ley para justificar su desobediencia”, dice el autor. | AFP

“Entiendo el reglamento e incumplí una regla, pero te quitan la libertad de trabajo”. Desafiante, Marcelo Gallardo justificaba así, tras la épica victoria de River sobre Gremio de Porto Alegre, el martes pasado, su entrada en el vestuario durante el entretiempo, transgrediendo la prohibición con la que había sido castigado por una infracción anterior. Agregó el técnico de River que él y sus jugadores “necesitaban” ese incumplimiento. Más allá de las sanciones consecuentes, hay cuestiones no solo futbolísticas que la actitud de Gallardo pone sobre la mesa.

La transgresión del técnico recuerda a un episodio que cita Carlos Nino (1943-1993), eminente jurista y filósofo político y maestro de juristas, en Un país al margen de la ley. Cuenta que, al recibir una orden de la Junta de Andalucía, en el siglo XVI, el conquistador español Hernán Cortés mostró públicamente el documento y anunció: “Se acata, pero no se cumple”. Nino señala que aquella actitud ante la ley quedaría en el ADN de los pueblos colonizados por España. Y, en nuestro caso específico, convertiría a la Argentina en un país anómico, “en vías de subdesarrollo”, en donde en nombre de la libertad se justifica el incumplimiento de la ley. Llama boba a la anomia argentina, porque crea una sociedad disfuncional, en la que incluso el propio transgresor, además de la comunidad, termina perjudicado.

A Gallardo nadie le quitó la libertad de trabajo. Pese a la sanción inicial podía seguir ejerciendo como técnico en los próximos partidos de la Copa Libertadores y en el torneo de la Superliga local. Y seguiría cobrando su sueldo, no lo iban a despedir. Pero Gallardo, como ocurre día a día en el país con los transgresores de todo tipo, desde evasores impositivos hasta infractores de tráfico, pasando por casos más graves como corrupción y asesinatos, creó su propia ley para justificar su desobediencia. No le importó si, en caso de una nueva y más virulenta sanción, perjudicaba al equipo y a la institución, tanto deportiva y económicamente como en reputación. Gallardo mostró una argentinidad al palo, como la de quienes lo excusaron.

Esa actitud parece típica de un adolescente que confunde libertad con hacer lo que su deseo o su urgencia mandan, y desconoce tanto límites como reglas de convivencia sea en su casa, su colegio o los ámbitos en que se mueve. Necesita enfrentar a la autoridad para afirmar su identidad. En un adolescente esto es natural y el choque con la norma y sus consecuencias forman parte del proceso de aprendizaje y maduración. El problema asoma cuando no hay un adulto que señale el límite orientador. En este caso el adulto (la dirigencia, alguna instancia institucional de River) estuvo ausente, nadie le recordó a Gallardo con qué normas se convive en donde él circula. El episodio recuerda al de esos hogares en donde, debido a alguna habilidad demostrada por el adolescente, sus padres lo consideran un “genio” y le liberan todos los territorios. Ellos desaparecen como líderes acreditados y ceden su autoridad al adolescente, que, si bien puede tener una habilidad especial, no es ni un genio, ni alguien que lo sabe y lo puede todo. Y suele ocurrir que la vida ponga de manera dolorosa los límites que los padres, por negligencia, desidia o temor, omitieron. También desde esta perspectiva el caso Gallardo remite a una disfuncionalidad cultural y social seria, extendida y vigente en nuestra sociedad.

Por último, una reflexión de orden futbolístico. Si Gallardo sostiene que sus jugadores “lo necesitaban”, los desvaloriza y se coloca él como factótum imprescindible de lo que ellos logran. Como si esas personas adultas, con experiencia y campeonatos ganados, no pudieran resolver por sí mismas, y en equipo, una circunstancia de su oficio. Y como si Matías Biscay (su segundo y en este caso sustituto) fuera un hombre de papel y no el técnico que ganó todos los partidos en los que le tocó ocupar el banco como titular. En esto asoma un rasgo de soberbia. Por fin, un dato necesario: el autor de esta columna (escrita antes del sábado) es veterano y consecuente hincha de River.

*Periodista y escritor.