COLUMNISTAS

Un tiro en la noche

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Mi amigo Consantino Bértolo se dedica últimamente a difundir manifiestos comunistas en los que proclama la revolución por venir y celebra a los asesinos del pasado y a los burócratas del presente. A veces se ocupa de la literatura, pero sólo para señalar su próxima extinción, como en una nota reciente que firma el aguerrido Colectivo Todoazen y se titula La literatura como cadáver o aquellos veraneos de antaño. Allí se señala que así como el veraneo de la elite burguesa dio lugar a las vacaciones masivas, ya no se puede distinguir entre la literatura comercial y la sofisticada, porque todo responde al mismo mercado y a su parafernalia de auxiliares en los terrenos del marketing, el periodismo y la academia. Algo de razón tiene el manifiesto como diagnóstico de un malestar que preludia la extinción de los libros y sus placeres refinados.

La tercera novela de Gabriela Massuh, El desmonte, evoca indirectamente y en escala doméstica las premoniciones de Todoazen. El libro habla de un punto muerto en la literatura argentina, considerada tan floreciente por su pléyade de pequeñas editoriales, de nuevos autores, de monografías universitarias. En El desmonte, el editor de un suplemento literario le propone a Catalina, una jugadora cultural relativamente periférica, “un talento de segunda categoría”, diagnosticar los males de la escritura contemporánea en el país. Borges y Aira forman parte de los argumentos en juego, pero me interesa menos discutir la lectura que Massuh hace de ambos que señalar sus potentes conclusiones: la literatura argentina actual, dice, es porteña, endogámica, genera vanguardias imitativas y discursos crípticos: “No está escrita para un receptor anónimo sino para hacerle un guiño a una cofradía de semejantes”. En todo caso, dice Massuh, se trata de elegir a qué camarilla se pertenece para participar en los infinitos combates por la hegemonía que enfrentan a cada grupo con el otro. Preocupados por una narrativa en estado de renacimiento perpetuo que los justifica, los nuevos escritores les dan la espalda a las cosas aunque creen, como Carlos Argentino Daneri (el protagonista de El Aleph), que todo fluye y todo cabe en su sótano provinciano.

No sé si la narrativa de Massuh es la solución al problema, pero a la autora (como a su protagonista) le interesa menos participar en las batallas del medio que ocuparse de vidas invisibles desde allí. El desmonte habla de las desventuras de la frágil Catalina en paralelo con la historia de una brutal represión contra los indígenas de Orán en 2007, expulsados progresivamente de sus tierras por el gobierno y las empresas multinacionales. Despojados de su modo de vida por el progreso, los guaraníes de Salta son exterminados como los qom de Formosa, domesticados como las tribus rebeldes de Ecuador y de Bolivia. En ese sentido, los gobernadores feudales del Norte no se diferencian de los funcionarios socialistas de Correa o de Morales, tan celebrados por la izquierda radical española, tan afecta a admirar a los verdugos que usurpan la representación del pueblo. Massuh se encuentra con una traición a la humanidad que resulta la contrapartida de una literatura estéril y que, como los villanos de su novela, también se reclama progresista. Es un disparo en la oscuridad, pero da en el blanco.