Pasé el carnaval más estúpido de mi vida, aunque no creo haber pasado nunca un carnaval que no fuera estúpido. Por razones que me cuesta comprender, en estos días que deberían ser de jolgorio y felicidad, vi los primeros 25 capítulos de la serie Bones. No hay ninguna excusa para ver la serie Bones: no la hubo entre 2005 y 2017, cuando se emitieron los 246 episodios de sus 12 temporadas, y menos la hay ahora, cuando el tiempo no los ayudó a mejorar, ni siquiera por malas razones. Siempre fue una porquería sin ambición ni atenuantes.
Pero las series son como los cigarrillos, es difícil dejarlos y se consumen sin parar con el consiguiente perjuicio para los pulmones (en este caso para las neuronas). Con sus trampas para pasar de un episodio a otro sin tener que pensarlo, son un vicio sin gracia que dejan los sentidos saturados y el alma en pena. Sé que no descubro nada y que a nadie puedo culpar más que a mí mismo, pero necesito ser absuelto por mi pecado de algún modo.
Tal vez ustedes sepan lo que es Bones. Tal vez nunca hayan sabido, como yo no lo sabía hasta que quedé atrapado por razones misteriosas. En realidad, no tan misteriosas (y ahora viene la parte más bochornosa de esta confesión): hubo algo que me gustó de la serie y esa fue mi perdición. En realidad, fueron un par de cosas. La primera tiene que ver con que transcurre en un laboratorio de antropología forense, es decir, un lugar en el que se identifican y estudian cadáveres. En este caso, se trata de cadáveres que resultan de algún crimen, porque el museo que alberga al laboratorio tiene un convenio con el FBI. El chiste es que los protagonistas de Bones se ocupan de fiambres en un estadio avanzado de descomposición (tanto que una autopsia revelaría poco de ellos). Y sin embargo, las elegantes y lujosas instalaciones (todo lo contrario de la sordidez de una morgue), y el hecho de que los televisores no sean olfativos, hacen que los cadáveres no produzcan en el espectador el asco que a veces sufren los visitantes ocasionales.
La otra cosa que me gustó es que la protagonista, la doctora Brennan, no ve televisión ni tiene ningún conocimiento de la cultura popular, tanto que se queda afuera cada vez que sus colaboradores hacen un chiste sobre una película. Brennan es como Mork, aquel extraterrestre que interpretaba Robin Williams, el que intentaba interpretar el comportamiento humano a partir de parámetros racionales. Un ejemplo de la segunda temporada: Brennan se encuentra con un enano que trabaja para el Departamento de Estado y, apenas lo conoce, le dice: “Usted no me gusta: está acostumbrado a sacar ventaja de su tamaño y engaña a todo el mundo”. Me sentí identificado con la extrañeza de Brennan respecto del consumo mayoritario y eso me llevó a ser víctima del consumo mayoritario de la peor calidad. La serie está mal filmada (peor, inconsistentemente filmada), tiene una narración ridículamente acelerada y una manipulación de los personajes que se basa en la exposición permanente de tensiones sexuales y rasgos competitivos: después de todo, es una serie de oficina. Pero durante 12 años se estrenaron más de veinte episodios de este guiso mal cocinado. Y si la obligación de entregar esta nota no me interrumpe, ahora estaría viendo más episodios de Bones.