“Si les interesan las historias con un final feliz, será mejor que lean otro libro. En este, no solo no hay un final feliz, sino que tampoco tenemos un principio feliz, y muy pocos sucesos felices en el medio”.
Lemony Snicket, seudónimo del escritor, guionista y músico norteamericano Daniel Handler (1970); de “Un mal principio” (1999).
Después de ganarle a Sony Liston y de cambiar su nombre “de esclavo”, Cassius Clay –así se llamaba el dueño de sus abuelos–, por el musulmán Muhammad Ali, el mejor boxeador de todos los tiempos tomó nota de que eran muchos más los querían verlo perder por ser “un pésimo ejemplo para los jóvenes”, y decidió hacer un negocio con eso. Antes de cada pelea, armaba un show lleno de provocaciones, gritos, amenazas y poemitas que pronosticaban en qué round caería su rival.
“Archie Moore / must fall in four”, recitaba; y Moore, un enorme boxeador, caía en el cuarto. Cumplía, daba cátedra, facturaba y acumulaba odios. Hasta que rompió con un límite que el gobierno no toleró. Le dijeron que iría a Vietnam como Elvis, posaría en Saigón con uniforme y volvería. Pero Alí desconfiaba. El no era Elvis Presley, era un negro bocón, musulmán y antisistema.
Se negó al reclutamiento militar alegando “objeción de conciencia”, por su adhesión al islam, y dejó una frase para la historia: “No tengo problemas con los vietcong, no iré a matarlos. ¡Ninguno de ellos me ha llamado nigger!”. Lo condenaron por desertor y no lo dejaron pelear durante tres años. Pero volvió en 1970, recuperó su título mundial y hoy es un ícono de la historia del siglo XX.
Es increíble, pero medio siglo después, el mismo show se repite en cada velada importante de boxeo. La gente insiste en creer ese espectáculo prefabricado y arriesga su ilusión y sus dólares tomando partido. Como si le encantara ser engañada. Pasa, sí.
Hacía falta una ficción de ese tenor para neutralizar el infinito tedio de una Superliga ya definida a los 10 minutos de empezar; con actores que no saben la letra, otros a los que les queda grande el papel, y veteranos que zafan con oficio gracias a un elenco medio pelo y la ayuda de los críticos incondicionales.
Hace dos o tres semanas que el tema dominante es el Boca-River, por la Supercopa Argentina. Un superclásico que salva del naufragio a todos. El partido recién se juega el 14 de marzo, pero eso no importa. El monotema se impone a toda hora, con un valor agregado de mal gusto, pero eficaz. ¡La grieta llegó al fútbol!
La grieta política, que existe en estas pampas desde que la historia es historia, y que ha enfermado de rabia y estupidez a gran parte de nuestra sociedad, ahora ofrece una grieta clase B: una “pelea” entre ricos. Boca, beneficiado por una AFA bostera y oficialista, contra River, que necesita una hipótesis de conflicto más o menos creíble para no centrar la atención en la espantosa campaña del equipo.
Se suman a esta grietita, la clase media futbolera, ex grandes afectados por un síndrome de Estocolmo y los clubes más chicos, pobres que luchan para no desaparecer. Nada que no vivamos de cerca.
Napoleón Gallardo intenta postergar su Waterloo quejándose del arbitraje y con la guardia bien alta. Ojo, Marcelo, porque esa defensa cerrada a la europea es una invitación al gancho zurdo al hígado. Si entra, chau, el castillo se derrumba, sin dolor. Sería una pena, porque hablamos de un técnico muy inteligente, algo sobrevalorado por tanto título, pero capaz de revertir este pésimo momento.
El resto es un sainete criollo, pero sin su picaresca naïf. No hay inocentes, créanme. D’Onofrio, quizá influenciado por el film sobre Churchill, dejó una frase para Billiken: “En estos momentos River tiene que estar más unido que nunca. ¡Nos podrán golpear, pero quebrar jamás!”. Fahh… ¡Que viva el doctorrrr…!
Imaginar una conspiración anti River liderada por Defensores de Macri y su líder y vice de AFA, Danyel Angel Easy, es divertido, pero disparatado. FOX, TNT, los medios, los sponsors, todos necesitan de los dos clubes más taquilleros. Un River lejos de todo es una catástrofe económica que tratan de disimular con la polémica sobre los árbitros, el VAR, pactos secretos y órdenes “que vienen de arriba”. D’Onofrio, despojado de Churchill, bajó un cambio: “Es un disparate implicar al Presidente”.
¿Quién puede creer semejante estupidez, compatriotas? El Beto Alonso, por ejemplo, supercrack en la cancha; o los hinchas, cuyo pensamiento, digamos, es interpretado a grito pelado por algunos colegas. La prioridad “de los de arriba” es impulsar este negocio, como tantos otros, disimular la crisis e instalar que los cantitos generalizados contra Macri son solo culpa del fútbol. Ah, mirá.
En una semanita, el Presidente posó con Chiqui Wall de Moyano, titular de la AFA e hincha de Boca, y almorzó con Guillermo, el entrenador de Defensores de Macri. ¿Era necesario? Nadie que no sea Duran Barba lo sabe. ¿Aumentó la suspicacia? Sí. Pero tampoco sabemos si eso es bueno o malo para el mago ecuatoriano, todo Carmela y misterio.
Moyano juega su partido. Así que no tuvo ningún problema en hablar del tema después de la marcha masiva en la 9 de Julio. El Chiqui, pobre, hace un culto del perfil bajo; pero su suegro, pragmático, lo tiró abajo de un camión.
“Quizá mi yerno no se enteró de que lo están influenciando”, lo pisó con carga en el remolque. Epa. ¡Me encantaría estar en esa mesa familiar, hoy domingo! “No sé si Macri maneja el fútbol, yo no lo veo… Pero si puede beneficiar a Boca, seguro lo va a hacer”, agregó, cortando quesito y salame para la picada.
“La ciudad se derrumba y yo cantando”, decía Rodríguez. Ojalá no haya disparos, ni siquiera de nieve, cuando se discutan en serio los graves temas pendientes que afectan, y mucho, a este manicomio con fronteras que es la Argentina, ese país que amamos con locura, de la buena, y de la muy mala.