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batallas

Una de maniquíes

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El arte teatral es efímero. Allí radica su misterio, su capacidad de hablar de lo eterno. No es casual que venga acompañado de recursos paliativos desesperados, como ediciones, festivales o congresos que afirmen el surco fugaz que esta disciplina deja en las sociedades.

Los ministerios de cultura, cuando los hay, lidian en todos lados con este polvillo que se les esfuma de las manos. En muchos lugares simplemente lo dejan disolverse. Buenos Aires, contra todo pronóstico, se ha ganado una identidad teatral envidiable que, empero, no tiene garantizada su perennidad.

El Centro de Vestuario del Complejo Teatral de Buenos Aires, un edificio modelo iniciado en 2013 para albergar unas cuarenta mil prendas, será vendido para hacer un gran negocio inmobiliario, que es lo único que importa en la identidad cultural porteña. La contradicción entre negocio y patrimonio no es nueva pero la velocidad del cambio de rumbo en las decisiones señala una evidente pérdida de norte. ¿Para qué se construyó si ahora resulta que no hacía falta? Quizá no se les ocurra cómo usar este espacio imaginario con un potencial formativo, docente, audiovisual y patrimonial enorme. Esa grandeza no coincide con el empequeñecimiento de producción de los espacios teatrales públicos ni con la presión tarifaria sobre los independientes.

Autoridades del Complejo y del Ministerio, tras el silencio que reinó esta semana (deben ser órdenes de arriba, la cultura nunca ordena nada), aseguran tímidamente que las prendas se salvarán, sin terminar de negar o afirmar a quién se venderá nuestro predio ni por qué. Es una tónica que me preocupa más que el desinterés. Contra el desinterés uno puede manifestarse, reclamar, castigar con el voto en la elección siguiente. Pero cuando la respuesta es que sí pero que no, gatopardista, el reclamo se paraliza y el patrimonio de los porteños se sigue rifando al azar de los ladrillos. Hemos perdido otra batalla. La Ciudad será pronto un monoblock con autopistas. Y macetas.