Pocas cosas me gustan más que tener que hacer tiempo por el centro. Esta vez fueron un par de horas en las que, en lugar de ir a ver librerías, como hago de costumbre (justamente no fui porque ya había ido un par de días atrás), preferí ir a sentarme al banco bajo el gomero que está en el comienzo de la Plaza del Congreso, mirando el edificio de La Inmobiliaria (tarde o temprano viviremos allí).
Al cabo de un rato, o tal vez más, digamos una hora, se prendieron los regaderos automáticos, y las gotas de agua casi congeladas por el clima invernal amenazaban con convertirme en estalactita. Por un momento no me disgustó el asunto, incluso hasta pensé un título: “Muere congelado columnista de PERFIL frente al edificio en el que sueña vivir”. Pero mi proverbial sentido de la responsabilidad hizo que no me entregara a tan gélido destino y, raudamente, me puse de pie y dejé el lugar. Faltaba menos de una hora para la cita que debería poner fin a mi espera, y en vez de entrar a un café (algo que también ya había hecho algunas horas antes) decidí salir a caminar sin rumbo fijo. De pronto me encontré en Riobamba y Bartolomé Mitre y, desde afuera, desde la calle, mirando por la vidriera, vi que se trataba de una librería que también era una verdulería. Libros al lado de tomates, revistas frente a ramos de lechuga (haciendo foco, detecté que en realidad no es solo una verdulería, sino un mercadito de ramos generales, solo que los libros están junto a las verduras, frente a la vidriera que da a la calle). Tal escena me causó un inmediato asombro. Mi experiencia en librerías, que no es mucha, y mi conocimiento de verdulerías, que es sobresaliente, me indicaban que nunca había visto algo así. Pero pasado ese primer momento de extrañeza, inmediatamente encontré natural el fenómeno. Recordé entonces la sede de cierta editorial en la calle Scalabrini Ortiz –de esas sobrevaloradas y fanfarronas– que linda con un taller mecánico (en verdad, un lubricentro). Y recordé también las inmensas líneas de continuidad entre ambos vecinos, entre las manchas de aceite y grasa en el suelo y la edición independiente, entre los tornillos, tuercas y arandelas y las reuniones con agentes literarios, entre la sofisticación intelectual de los mecánicos y la grosería solapada de los editores. Pues entonces, ¿por qué no afirmar la coherencia de que los libros se exhiban al lago de tomates, lechugas y rabanitos? O más aún: ¿por qué no pensar los libros lisa y llanamente como tomates, lechugas y rabanitos, como compañeros de ruta de las verduras? Recuerdo también ahora una librería en Guayaquil, creo que en la avenida Chimborazo, en que la sección Sociología comparte anaquel y nombre con Esoterismo (el estante indicaba Sociología y Esoterismo). Más que una información práctica, ese anaquel incluía una dimensión programática que experimentamos domingo a domingo (en la que PERFIL ocupa un lugar de vanguardia) cuando cientistas sociales y columnistas políticos (¡incluido mi teledoctor favorito!) en respectivas notas y columnas intentan explicarnos tal o cual cosa, con éxito asegurado.
Volviendo a la escena urbana de la verdulería-librería, di con ella cuando faltaban apenas minutos para llegar a la cita, mi momento diario de felicidad. Así que no tuve tiempo de entrar, no la conozco por dentro. No faltará oportunidad, por supuesto.