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Una fiesta de todos

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Hace tiempo que la política argentina ensaya un marcado viraje hacia el festejo por el festejo mismo. En esos verdaderos salones de fiesta a los que, no se sabe por qué, se les sigue llamando bunkers, todo el mundo baila y canta, salta y se alegra, ríe y celebra: los que ganaron y los que perdieron, los que crecieron y los que se redujeron, los que superaron las expectativas y los que ni siquiera las alcanzaron. La euforia es un deber general (como ocurre hoy en día con la mayoría de los programas de la televisión), y la dirigencia política nacional la acata en buena medida. Según parece, todos tienen que mostrarse exultantes al cabo de cada elección, haya pasado lo que haya pasado.

Considero, en este sentido, que la gran vencedora de la elección del domingo pasado fue María Eugenia Vidal. No Larreta, que ganó, ni tampoco Martín Lousteau, que perdió; mucho menos Sergio Massa, que no tallaba en el asunto, y mucho menos Mariano Recalde, puesto expresamente a un lado por la ciudadanía. María Eugenia lo logró. Larreta, por comparación, reía pero con expresión de alivio, la del que acaba de pasar un buen sofocón y zafó por poco y ríe por eso. Macri reía pero de nervios, contrariado, lo propio de las personas a las que la vida no preparó para que las cosas no salgan siempre como ellos quieren. Santilli, a mi entender, se obligaba a estar contento, como lo hacen los grandes animadores (en estas fiestas periódicas, los animadores y los agasajados coinciden). Vidal, en cambio, se destacó porque estaba contenta de veras. Me gustó su manera de palmear a Mauricio, en un hombro o en la espalda: lo notaba preocupado. Atado, acaso generacionalmente, a la premisa de que para que haya fiesta tiene que haber antes un motivo, trataba de captar esa otra visión, la que Vidal junto a él le sugería: que la fiesta es un motivo en sí mismo, que es su causa y a la vez la consecuencia, que es el fin de las preocupaciones.