Hace unos días tuve el enorme placer de volver a visitar a Menajem. Con sus más de 90 años, Menajem es el familiar que se quedó en Europa y lleva el tatuaje de la barbarie. Siempre es una caricia al alma visitarlo, besarlo, olerlo.
Mis abuelos llegaron a Argentina antes de la guerra, dejando una numerosa familia en Hungría. Desde el inicio de la conflagración, perdieron total contacto con ella. A veces trato de ponerme en su lugar. ¿Cómo habrá sido vivir a tantos kilómetros sin saber nada de tus padres, hermanos, sobrinos, sabiendo lo que les esperaba por el solo hecho de ser judíos?
Un día de 1946, mi abuela leyó en el diario un aviso de la Cruz Roja donde se leía que Menajem, el sobrino de mi abuelo, había conseguido un pasaje de vuelta del infierno y pedía información sobre aquellos parientes que osadamente tomaron la decisión de probar suerte a miles de kilómetros, salvando de esa forma su vida. Cuando se pusieron en contacto con él, ofreciéndole el pasaje a Argentina, humildemente lo rehusó.
Cuando los nazis pusieron en marcha el horror antisemita
Contó que en el campo de refugiados estaba aprendiendo un oficio con el cual ganarse el pan el día de mañana y que se había enamorado de una holandesa, con la que pretendían formar una familia y emigrar a Tierra Santa. Años después, casi como obra de un milagro, Menajem descubrió que su padre, hermano de mi abuelo, también había sobrevivido y se encontraba en la Unión Soviética.
Luego de muchísimas peripecias, lograron junto con mis abuelos, que pueda emigrar también a lo que sería el Estado de Israel. Y en esa hora y pocos minutos más que disfruté de la compañía del adorable Menajem, pidió a su hija que le alcance un paquete, que desenvolvió para mí. Tenía dos libros.
Un sidur o libro de oraciones de fines del siglo XIX y un Tanaj (una biblia) impresa en 1630 en Holanda. Me sorprendió. Sabía que entró con lo puesto a Büchenwald y todo lo que trajo fue tuberculosis. Me contó que esos libros eran de su padre, que pasó entre 1940 y 1945 en campos. Campos en los que no se podía tener nada. Y menos se podía rezar. Su mera tenencia o el intento de un rezo equivalía a la muerte instantánea. Pero su papá, Yehuda Leib se arregló para salvar esos libros. Los escondía uno y otro día durante los cinco años que duró su cautiverio, para usarlos todos los días.
Nos desterraron a una diáspora bimilenaria. Pero nos llevamos EL LIBRO. Esa fue nuestra nación.
Yo me pregunté entonces con lágrimas en los ojos, ¿quien salvó a quien? ¿Yehuda Leib a los libros o los libros mantuvieron con vida a Yehuda Leib? Se nos conoció como “el pueblo del libro”. Cuando otros pueblos dedicaban su tiempo a otros menesteres, para nuestros ancestros, aprender a leer y escribir era tan importante como respirar, caminar o alimentarse. O más. Hace casi 2000 años destrozaron nuestro estado territorial y a la gran mayoría nos diseminaron por el mundo.
Nos desterraron a una diáspora bimilenaria. Pero nos llevamos EL LIBRO. Esa fue nuestra nación. En el lugar del mundo donde hubiese un judío, esa semana, leía lo mismo que otro en las antípodas. Se discutían los mismos versículos y los rabinos debatían los mismos temas. Salvamos el libro de nuestra tierra y el libro nos salvó a nosotros de la extinción. Nos reunimos a su alrededor y nos mantuvo unidos. Nos guió, nos enseñó, nos salvó, literalmente.
Yo aprendí a leer antes de empezar el primario. Mi papá me enseñó que a los libros hay que tratarlos con amor. "Si a un libro lo tirás, le duele", me decía mi papá. Y los nazis no solo los tiraron. Los quemaron. Y quien empieza quemando libros y continúa con las personas. Los argentinos sabemos bien de qué se trata. Y nuestro mantra para alejar la barbarie es el título de un libro. Uno muy especial. NUNCA MÁS.
(*) Representante del Centro Simon Wiesenthal para América Latina.