Amélie Nothomb llega a la presentación para la prensa de su nuevo libro, Ni de Eva ni de Adán, del brazo de su novio gótico, acorde a la imagen de extraña celebridad literaria que supo forjarse en la última década y media: largo tapado negro, borceguíes, medias de red. La noche anterior conversó en este mismo lugar, el Instituto Francés de Barcelona, con sus lectores: quinientas personas que colmaron el auditorio, mientras otras cien quedaban afuera. Ahora se acomoda ante una veintena de periodistas, y a pesar de que se le nota el cansancio y de que en dos horas debe tomar un avión de regreso a París, escucha las preguntas con atención y responde con tranquilidad. Suelta, cada tanto, una risa simpática y contagiosa que está entre el hipo y el gorjeo. En Europa, Nothomb es como una estrella de rock. Así es consumida, y así es leída. Ella, quedó dicho, contribuye con su biografía y sus hábitos a la difusión de su mito personal: nació en Japón en 1967, es hija de un diplomático belga, se considera grafómana: escribe a mano, todos los días y desde hace veinte años, de las cuatro hasta las ocho de la mañana, luego de beber un litro de té negro. No tiene computadora ni sabe usarlas, y contesta las cartas de sus lectores desde una oficina que la editorial parisina Albin Michel le tiene preparada para la tarea. Lleva veinte libros publicados, tiene unos cuarenta inéditos, y ha vendido millones de ejemplares en todo el mundo. Además, según se ve, tiene un novio tahúr que se entretiene, mientras ella habla en las presentaciones, haciendo trucos en la platea con un mazo de cartas. Y cada vez que se lo preguntan se encarga de confirmar que sí, que todas las experiencias que cuenta en sus breves y ácidas novelas le sucedieron realmente. Repite ahora, esta mañana de fines de invierno: “Hay una frase de Virginia Woolf que dice que nada nos pasa realmente hasta que no lo escribimos. Y yo pienso exactamente eso”.
Nothomb lleva sólo un día y medio en Barcelona, pero aparentemente no perdió el tiempo. “Acabo de empezar, anoche, mi novela número 66”, cuenta. Ni de Eva ni de Adán se ubica, en la cronología de su obra, justo después de la historia narrada en Estupor y temblores, el libro con el que vendió más de medio millón de ejemplares y que la lanzó a la fama en 1999. Pero no es uno más: en esta trama de amor juvenil nadie quiere matar a nadie, ni sufre desórdenes físicos ni mentales. Nadie muere. “Mis lectores están un poco desconcertados”, agrega, “pero que no se preocupen: en el próximo libro vuelvo a la oscuridad y a la tragedia. Es decir, a la normalidad”.
En 2003, cuando en la Argentina era prácticamente una desconocida y sus dos primeros libros (editados por Circe; desde entonces la publica Anagrama) se conseguían en las mesas de saldo de la calle Corrientes, le envié a Nothomb un fax con un cuestionario. Me respondió a mano, y me dijo que no se sentía ni belga ni japonesa ni francesa, y que estaba muy bien así. Pero las cosas cambian cuando le hago la misma pregunta, hoy: “Sí, ahora sí me siento belga. Un poco por la crisis política que sufrió el país, pero sobre todo desde que descubrí que ser belga es algo vaporoso y ambiguo, como yo”.
Ni de Eva ni de Adán no es su mejor novela. Pero como sucede con César Aira, otro escritor hipermaníaco, sería un error leer los libros de Nothomb por separado, porque la suya es una obra irregular que cobra sentido en la acumulación: sólo así vale la pena abordar esta saga autobiográfica tan oscura como ligera y entretenida.
*Desde Barcelona.