Hasta hace cierto tiempo me negaba a contestar encuestas (bueno, tampoco es que me llamaran tanto; ni que fuera la Princesa Máxima asediada por los medios…). Ocurre que no me gusta la idea de que en la literatura también haya ganadores y perdedores. Pero el otro día me llamaron de un diario extranjero para contestar una encuesta tan absurda que decidí cambiar de opinión. La pregunta era: “¿Cuál es el mejor poema de la literatura argentina?”. Ponerme a pensar o a revisar mi biblioteca hubiera sido profundamente antieconómico, así que decidí responder con el último poema que hubiera leído: En una disco, de Arturo Carrera, incluido en su libro La banda oscura de Alejandro, de 1994. Y si ese es el último poema que había leído, es porque muy a menudo releo ese poema (y todo el libro), simplemente porque es un poema extraordinario. La anécdota del poema es imposible de resumir, como cualquier anécdota y como cualquier poema. Tan sólo diré que el poeta pretende escribir un poema dedicado a Rosario Bléfari, mientras bailan en una discoteca y mantienen diálogos como éste: “Hoy en tu charla/ el momento fue cuando dijiste/ que la poesía es la salvación/ …y hablaste de los libros como si hablaras/ de juguetes, te la pasaste hablando/ de juguetes (…)// Yo le dije (gritando también): “En un libro de viajes/ de Michaux, hay un epígrafe de Lao Tsé/ Que dice: ‘Gobernad el Imperio/ como si frierais un pajarito’//Ella se rió y dijo: ‘Lo inventaste vos, boludo,/ ya sé,/ Lo inventaste vos’. Y siguió bailando”.
Ahora recuerdo también la definición que de la palabra anécdota da Ambrose Bierce en su Diccionario del diablo (traducido por Rodolfo Walsh): “Relato generalmente falso”, y para demostrarlo, cita un par de ejemplos de anécdotas, uno de ellos muy simpático: “Una noche el señor Rudolph Block, de Nueva York, se encontró sentado en una cena junto al distinguido crítico Percival Pollard. ‘Señor Pollard, dijo, mi libro Biografía de una vaca muerta se ha publicado anónimamente, pero usted no puede ignorar quién es el autor. Sin embargo, al comentarlo, dice usted que es la obra del idiota del siglo. ¿Le parece una crítica justa?’ ‘Lo siento mucho señor, respondió amablemente el crítico, pero no pensé que usted deseara realmente conservar el anonimato’ ”.
Acabo sin embargo de incurrir en una contradicción. Hace un momento escribí la frase “un par de ejemplos de anécdotas”, pero pensándolo bien, una anécdota no debería ser ejemplo de nada, debería bastarse a sí misma y punto. Aunque en realidad, ocurre otra cosa: abomino de los ejemplos. El ejemplo siempre tiende a tener un carácter normativo, moral, normalizador. Reduce la teoría a un caso, le quita potencia y la vuelve empírica. Si algún interés tiene la poesía, la literatura, es la de romper ese par: la teoría y su ejemplo. La literatura, al menos la que a mí me interesa, elabora una teoría para cada cosa, tiene tantas teorías como cosas hay en el mundo. Se supone que una teoría tiene una validez general y el ejemplo, como desprendimiento razonable, tiene un alcance puntual, local. Pues bien: el encanto de la literatura consiste en convertir cada hecho singular en una explicación universal (o a la inversa: en transformar a cada teoría general, en un acto singular, único e irrepetible).
Hay dos grandes momentos en donde se tiene una teoría para casa cosa: en la literatura y en la conversación de bar (dos caras de una misma moneda). El otro gran instante es el amor, pero sobre eso Barthes ya escribió demasiado, así que no vale la pena abundar en detalles (sin darme cuenta acabo de elaborar la teoría de la moneda de tres lados). Una de las grandes preguntas de la literatura es la de saber qué es un poeta, un escritor. Es alguien que tiene una teoría para cada cosa. Una teoría que no tiene ejemplos, que no se aplica más que a sí misma: marca pero no deja huella. Casi que uno podría imaginar este diálogo: “Déme usted un ejemplo de lo que acaba de decir”. “¡Imposible! ¡Soy escritor!”.